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CAPÍTULO XXV

DE LOS SERVICIOS QUE ESTA CIUDAD
Y SUS VECINOS HAN HECHO
A SUS MAJESTADES Y EXPRESIONES
DE SUS FINEZAS

 

Aunque los obsequios y servicios que el amor y reconocimiento de los vasallos tributa a la soberanía de sus Reyes nacen de una obligación tan debida como natural, no les quita ni disminuye en su real aprecio el mérito para estimarlos como voluntarios, ni aun el mismo concepto de debérselos como de justicia; razón por que no será reprensible sino loable exponer, si no todos, algunos de los que ha ejecutado desde sus principios esta ciudad para prueba de su fineza y reconocimiento, pues cede en mucha gloria suyo el que se entienda ha sabido cumplir con aquello a que está tan obligada.

Consta de monumentos auténticos muy antiguos que aun siendo esta población de corto vecindario y reducida toda su confianza a una pequeña fortaleza no bien guarnecida de gente y artillería, se atendió siempre con la vigilancia de su Cabildo a la seguridad y conservación de este importantísimo puerto, tomando aquellas providencias convenientes para resguardarlo de los enemigos que frecuentaban estas costas e insultaban repetidamente las poblaciones de la Isla, a cuyo fin establecieron vigías en los parajes que hoy están los castillos del Morro y de la Punta, acudiendo de noche los vecinos a hacer guardia en ellos y rondar a caballo aquellos contornos, extendiéndose también a formar en uno u otro sitio trincheras y plantar algunos tiros con que defender la entrada, todo a costa de sus caudales.

Hallándose amenazada la villa de la escuadra de Drake, cuya fuerza era superior a la que entonces tenía el puerto, vinieron socorros de gente así de la Nueva España como de los lugares de la tierra adentro; corriendo su alojamiento y manutención a cargo de la renta de propios y expensas de los vecinos, los cuales concurrieron también con considerable número de peones a la fábrica del Castillo de los Tres Reyes, como parece del Cabildo de 17 de octubre de 1590, en que expresó el Gobernador de esta plaza la necesidad que tenía de esta ayuda.

Tengo ya dicho en algunos pasajes de esta obra que la construcción de las dos torres o fortines de Cojímar y la Chorrera fue a solicitud y expensas de esta ciudad, y que para la fábrica de su muralla no sólo contribuyó con peones y arbitró para su gasto la sisa del vino que produjo gruesas cantidades, sino que atendiendo esmeradamente a cuanto ha comprendido ser del real agrado, no ha perdido ocasión ninguna de interesarse en su servicio, cooperando a la seguridad y defensa de esta plaza en cuanto ha sido posible, y conforme a las fuerzas de su vecindad.

Ya fenecido el muro o recinto de la parte de tierra, aplicó nuevo auxilio de operarios para los terraplenes de sus baluartes, y ayudó con mil pesos para la fábrica de la cadena que se labró para cerrar la boca del puerto por el año de mil seiscientos ochenta y siete; y después, para poner por obra el almacén de la pólvora que se hizo cerca de la Punta de Tierra, contribuyeron efectivamente 800 jornales, y más de 4,500 reales para aliviar el Real Erario de este gasto, el cual hacía preciso el poner semejante material en parte menos peligrosa y expuesta a mayor estrago.

Con la sola noticia insinuada por el Gobernador de esta plaza de que Su Majestad deseaba se construyese en ella un bergantín que sirviese de guarda-costas a las de este puerto, y que se arbitrase algún medio competente para su fábrica y subsistencia, se pusieron en ejecución ambas cosas, dando desde luego los vecinos 4,000 pesos para su hechura y habilitación, e imponiendo el Cabildo sobre el ganado mayor y menor el derecho que se llamó de piragua, con que tuvo cumplido efecto la real voluntad, como se manifiesta de un despacho de 25 de septiembre de 1690, en que encarga Su Majestad al Gobernador practique por su parte la provisión de gente de guerra y municiones ofrecidas, supuesto que los vecinos desempeñaban por la suya la obligación en que se constituyeron y que hasta hoy continúan sus sucesos, sin embargo de que parece ha cesado la necesidad, pues no subsiste la providencia.

El año de 1657, deseoso el Cabildo de esta ciudad de que sus milicias no dejasen de concurrir por falta de armas a la recomendada defensa y seguridad de esta plaza, mandó traer y condujo a su costa, de los Reinos de Castilla, mil arcabuces con sus frascos, los cuales puso y colocó en la Sala de Armas que entonces ocupaba una pieza baja de las Casas Capitulares, y habiendo resuelto Su Majestad se aplicase a favor de los propios y rentas el importe de dos plazas de soldados anualmente, por vía o paga de alquileres de la enunciada sala, como consta de una real cédula fecha en Madrid a 21 de octubre de 1688, que se halla testimoniada en el Cabildo de 2 de noviembre del año siguiente, hizo el Ayuntamiento dimisión o renuncia de ellas, por servir a Su Majestad y aliviar de este gasto su Real Hacienda, de cuya generosidad dio las gracias en nombre del Rey el Gobernador Don Severino Manzaneda, y le informó de este servicio a que principalmente se atendió, no obstante el corto fondo de rentas con que entonces se hallaba y erogaciones precisas que lo consumían.

Con el mismo afectuoso motivo se hizo cargo este Cabildo de costear de sus propios, como lo ejecuta hasta ahora la fiesta del Patrocinio de Nuestra Señora que desde el año de 1655 mandó la religiosa piedad del Señor Don Felipe IV se celebrase anualmente los domingos segundos del mes de noviembre, siendo así que en otras partes de estos dominios, en que tiene menos ingreso su Real Patrimonio, corre de cuenta de su Hacienda este gasto, de que ha querido relevarla, haciendo este obsequio a la Virgen Santísima y a Su Majestad este servicio.

También es muy propio de este intento haber señalado al sargento mayor de esta plaza, para casa de aposento, cien ducados anuales, que sirviesen de gratificación para que atendiese con singular desvelo a la mejor disciplina de sus milicias, para que, siendo más expertos en el manejo de las armas y movimientos precisos, fuesen más provechosas en el servicio, disposición que aprobó Su Majestad con real despacho y que ha subsistido sin alteración, aun cuando las estrecheces de su peculio la han puesto en los más crecidos empeños.

Los servicios que ha ejecutado en tiempo de guerra han sido repetidos y considerables, ayudando con largos, pero iguales repartimientos entre sus vecinos, a todas las obras y fortificaciones de la plaza, demostrando su celosa aplicación en la actividad y fineza con que los ha promovido siempre que Su Majestad ha necesitado de tales auxilios, y ha dispuesto cooperar con ellos para poner en la mayor defensa esta ciudad; siendo lo más ponderable el que, aun no mediando ni interviniendo recomendación tan soberana, haya bastado cualquiera leve insinuación de los que han mandado para que así el Cabildo como los vecinos concurriesen a cuanto se ha propuesto y conocido conveniente al real servicio.

Para confirmación de lo expresado, no omitiré traer a consecuencia un ejemplar del año 1683, a que pudiera añadir otros de iguales circunstancias, pero lo excuso por no hacer fastidiosa la relación, ni más prolijo el discurso.

Gobernando esta plaza e Isla Don José Fernández de Córdoba, consideró importante insultar y destruir la población de la isla de Ziguatey, poseída de los franceses, y porque o no tuviese órdenes de la Corte para esta operación, o porque se le previniese en ellas intentarlas sin coste de la Real Hacienda, se interesó con el Capitán Tomás de Urabarro y Castellano Gaspar de Acosta, vecinos de esta ciudad, para que a expensas propias formasen un armamento competente al logro de la empresa, cuya proposición fue tan impulsiva que, sin atender a que no podría ser la utilidad correspondiente al gasto y riesgo del principal, hicieron el desembolso de más de seis mil pesos para guarnecer de gente y proveer de víveres y municiones la galeota guarda-costas de este puerto nombrada Nuestra Señora del Rosario y San José, la cual hizo la campaña y facilitó felizmente la idea, dejando a los armadores, en un corto despojo, muy poca conveniencia, aunque sí con el honor y mérito de haber hecho este servicio y calificado con tan airosa y pronta condescendencia lo propenso que son todos los naturales, vecinos y moradores de la Habana al amor y obediencia de los Reyes sus señores y a observar y cumplir cuanto por sus ministros les es encargado, como lo confesó con satisfacción y ciencia experimental el ya citado Orejón, quien hubiera tenido mayor asunto para escribir y para ponderar la fineza de esta ciudad en caso de haber sobrevivido hasta este siglo y principios de la última guerra, terminada el año de 1748, por los notorios y señalados esfuerzos con que acaloró y adelantó este vecindario las fortificaciones exteriores de la plaza, así el año de 1727, con motivo de haberse presentado sobre este puerto el Almirante Hossier, como en el de 1740, por las sospechas de que los mismos ingleses pretendían invadirlo, contribuyendo en esta ocasión más de 12,000 peones e igual número de bagajes para los terraplenes y fajinas que se necesitaron y acordó ser importantes Don Juan Francisco de Güemes, que entonces gobernaba esta plaza.

No dificulto que esta ciega obediencia y rendimiento de los naturales y vecinos de ella sea carácter muy propio y casi universal de todos los de este Nuevo Mundo, pues sé que hablando de esta subordinación y respeto con que miran y veneran en Indias a los que representan en sombras a Sus Majestades, dijo Don Antonio de Mendoza, con la singular elegancia y alma que se aplaude y admira en sus coplas, las siguientes:

Quejóse de mí al Virrey,
Que en las Indias tanto puede,
Que aun las imaginaciones
Se adoran y se obedecen.

Grandeza del Rey de España,
Que en otro mundo respeten
Tantas tierras, tantos mares,
Una sombra de los Reyes.

Pero sin reducir a disputa esta respetuosa sumisión que exagera como tan general en estas partes, creo que en ninguna sobresale como en esta ciudad y en sus habitadores, a quienes franquea la frecuencia de los motivos más repetidos actos en que acreditar su rendimiento.

Y no debe dudarse que si fuera más pingüe el fondo de los propios de esta ciudad, y más ventajosos los caudales de sus vecinos, hubieran explicado más su voluntad con oportunos auxilios en las urgencias públicas de la Corona, bien que por lo que toca a los últimos fueron notorios y cuantiosos los suplementos que por los años de 1741 y 42 hicieron para pagar la tropa y para otros gastos precisos, interín venían los caudales de la Nueva España; pero por lo que mira a los propios, no ha permitido la cortedad de su renta otras demostraciones que las referidas, siéndole forzoso ocurrir con ellas a costear las fiestas de comunidad, salarios de ministros y otras erogaciones ordinarias que suelen ofrecerse y piden, si no una ostentosa profusión, una regular decencia y pompa. Sé muy bien que la escasez de sus propios se califica por inconsideración de los antiguos capitulares, y aunque no me toca de este cargo nada, venero mucho la conducta de los pasados, y he observado con bastante reflexión la de aquellos primitivos regidores y no puedo desentenderme de la satisfacción que creo los indemniza en mucha parte por el honor que se debe a su memoria y atención a la justicia.

Los principales cargos que les hacen son: que en las mercedes de tantas tierras como concedieron a los vecinos y tanta agua como les dispensaron para sus casas y posesiones, no dejaron impuestos censos suficientes para sus propios; pero tanto el primero como el segundo tienen una solución genuina y convincente, pues la misma franqueza con que se hicieron facilitó el logro y multiplicidad de las poblaciones, lo que siendo quizás al contrario, no hubiera surtido tan favorable efecto como el que hoy se toca en el grande aumento que ha conseguido en ellas y en su vecindad, pues no pudiendo atraer con encomiendas, porque se habían extinguido ya los naturales, los estimuló con este beneficio que era el único incentivo de utilidad de que podía valerse para el fin de fomentar su población; pues nada le aprovecharía la extensión de tierras baldías, si no las hacía fructíferas la copia de labradores, como se ve con lástima en otras partes del continente de este Nuevo Mundo, en donde están tan desiertas las ciudades como yermos los campos, lo que no sucede en la Habana ni en los términos de su jurisdicción.

A esto no será superfluo añadir otra razón evidente que los exonera de los referidos cargos. Es constante que muy desde los principios de la fundación de esta ciudad se empezaron a pensionar los productos de las haciendas de uno y otro ganado, que entonces tenían poco valor, con el derecho de sisa, para la conducción del agua de la Chorrera, y con el de piragua, para mantener el guarda-costas, asignado sobre cada cabeza de pensión de pagar y contribuir tres reales el vacuno y dos el de cerdos. En cuyo supuesto no tuvieron por congruente (ni juzgo serlo) pensionarlos con dos gravámenes, el uno sobre la hacienda y el otro sobre sus esquilmos, como ni tampoco venderles el agua que a su costa se había traído, y con su propio caudal se está manteniendo el preciso gasto de la limpieza de sus conductos y nuevas fábricas de fuentes para comunicarla con más abundancia, pureza y aseo, motivos que discurro hicieron razonable la liberalidad que se supone inconsiderada.

Para el expediente de los negocios que ocurren a los expresados tribunales, había en esta ciudad, hasta el año próximo pasado de 1752, seis escribanos numerarios, que gozaban de protocolos públicos; pero ya hoy se han aumentado tres oficios más, el uno concedido al escribano del Cabildo, que no había usado de esta facultad hasta el presente, y los otros dos que mandó crear y beneficiar Su Majestad para que se aplicase su valor a la fábrica de la hospitalidad de San Lázaro, y llegó cada uno a ocho mil pesos, por donde se puede inferir el precio de los demás. Hay dos contadores de particiones, un anotador de hipotecas y diez procuradores de causas, que todos son oficios vendibles.


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