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CAPÍTULO XIX

DEL ASEO Y PORTE DE LOS VECINOS,
BUENA DISPOSICIÓN Y HABILIDAD DE
LOS NATURALES DEL PAÍS Y NOBLEZA
PROPAGADA EN ÉL Y EN LA ISLA

 

Entro a principiar este capítulo con una materia que, entre las varias que componen esta obra, me persuado será singularmente apetecida de la curiosidad de los lectores, porque para el genio de los más y no de los de menos categoría, son muy agradables las noticias del traje, adorno y lucimiento que gastan los moradores de las regiones que no han visto, y así para satisfacer su deseo y no omitir circunstancia alguna de cuantas los escritores de mejor nota juzgan concernientes a estos asuntos, daré la que corresponda al que he propuesto tocar aquí.

El traje usual de los hombres y de las mujeres en esta ciudad es el mismo, sin diferencia, que el que se estila y usa en los más celebrados de España, de donde se le introducen y comunican inmediatamente las nuevas modas con el frecuente tráfico de los castellanos en este puerto. De modo que apenas es visto el nuevo ropaje, cuando ya es imitado en la especialidad del corte, en el buen gusto del color y en la nobleza del género, no escaseándose para el vestuario los lienzos y encajes más finos, las guarniciones y galones más ricos, los tisúes y telas de más precio, ni los tejidos de seda de obra más primorosa y de tintes más delicados. Y no sólo se toca este costoso esmero en el ornato exterior de las personas, sí también en la compostura interior de las casas, en donde proporcionalmente son las alhajas y muebles muy exquisitos, pudiendo decirse sin ponderación que en cuanto al porte y esplendor de los vecinos, no iguala a la Habana, México ni Lima, sin embargo de la riqueza y profusión de ambas Cortes, pues en ellas, con el embozo permitido, se ahorra o se oscurece en parte la ostentación, pompa y gala; pero acá siempre es igual y permanente, aun en los individuos de menor clase y conveniencia, porque el aseo y atavío del caballero o rico excita o mueve al plebeyo y pobre oficial a la imitación y tal vez a la competencia.

Esta poca moderación en los primeros y exceso notable en los segundos es causa de atrasarse aquellos en sus caudales y de que no se adelanten éstos en sus conveniencias, pues por lo general todo lo que sobra de los gastos precisos para la mantención o sustento corporal se consume en el fausto y delicadeza del vestuario y en lo brillante y primoroso de las calesas, de que es crecido el número y continuo el uso, y en otros destinos de ostentación y gusto, de suerte que no conformándose muchas veces el recibo con la data, o la entrada con la salida, resulta el que queden al cabo del año empeñados; lo que se hace constante por el poco o ningún dinero que, a excepción de muy señaladas casas, se suele encontrar en las de los vecinos más acomodados, al mismo tiempo que se hacen notorias sus deudas o créditos.

Supongo como tan cierto este punto, que aunque no concurriese la expresada razón, es asentado que no permiten las circunstancias del país la adquisición y conservación de mucha riqueza, porque siendo tan excesivamente mayor la porción de los géneros que se necesitan comprar que el producto de los frutos que se logran vender, es consiguiente el que siempre les quede muy poca o ninguna sustancia, porque no sufragan cumplidamente lo que dejan los tabacos, azúcares y corambre, que es lo principal de su comercio, al consumo de las ropas, harinas, caldos, esclavos, cobres y otros efectos precisos para la subsistencia de las personas y de las haciendas; pero no es dudable el que contribuye mucho para el atraso de éstas el desorden notado, así en el fausto y pompo del vestuario como en el primoroso adorno de las casas, de la delicadeza y abundancia de los manjares, licores y dulces en los convites, visitas y funciones públicas, en que se solicita con emulación lo más exquisito y costoso.

Al lucimiento y primor del vestuario corresponde el aseo y limpieza de las personas, siendo en el sexo mujeril casi extremoso este cuidado; pero todo contribuye, así en los varones como en las hembras, para hacerlos más decentes y bien parecidos, pues por lo general son los unos y las otras en rostros y cuerpos de buena proporción, gentileza y arte, prendas de que se suelen pagar algo, pero de que también saben aprovecharse airosamente en los actos y ocasiones que se les ofrecen, sin demasiada afectación, manifestándolas con gracia y compostura en los bailes, y con decencia y honestidad en los conciertos y representaciones.

No solamente gozan los nacidos en este país de los expresados dotes, sí también de ánimos generosos y de agudos ingenios, que los han hecho célebres así en los teatros de Belona como en las palestras de Minerva: verdad que testifican algunos autores, y con especialidad el Marqués de Altamira, de quien copiaré la sucinta prosa, omitiendo los elegantes versos.

“Los criollos, dice hablando de los naturales de esta ciudad, logran gentileza en los cuerpos, belleza en las caras, afable trato, discreción y mucha urbanidad. Las damas son serias, honestas, pulidas y agraciadas; y aquellos han sabido, entre los aseos de Adonis, esgrimir el arnés de Marte”. Pero la prueba mejor de esta verdad será el epítome de varones ilustres que en todas líneas ha producido en solo dos siglos esta ciudad, y tendrá su lugar en este obra, porque el crédito y alabanza que han granjeado con su virtud y aplicación a la patria, será entre las que merece la más sublime, como dijo un discreto: Summa laus Patriæ sola virtus est civium.

Lo expuesto arriba no se limita a sólo los originarios de esta ciudad, hijos y descendientes legítimos de españoles, en quienes la diferencia de origen y educación puede influir o perfeccionar tan nobles cualidades, sino que se extiende con regular proporción a los pardos y negros nacidos en ella, pues a más de ser bien dispuestos en lo corporal, son muy aptos y suficientes para los oficios mecánicos a que comúnmente se aplican y en que salen ventajosos maestros, no digo de los más ínfimos como son los de zapateros, sastres, albañiles y carpinteros, pero aun de aquellos que necesitan y piden más habilidad, pulimento y genio, como son el de platería, escultura, pintura y talla, según lo manifiestan sus primorosas obras; descubriéndose en ellos ingenio para más grandes cosas, y unos espíritus más a propósito para la guerra, lo que han comprobado en las expediciones que se han ofrecido, con crédito de la nación y de la Patria; como ya he dicho.1

No siendo para mí dudable que si en los primeros obra tan hidalgos efectos la nobleza de sangre derivada de los ilustres españoles de quienes los más descienden, influya el ejemplo en los segundos tan estimables calidades: porque la eficacia de aquél en los principales mueve mucho a los inferiores, y así se ve, como escribe elegante un autor en las heroicas rimas de su célebre poema de San Rafael, que porque en los caballeros cordobeses, y aun en todos los andaluces, es casi natural propensión y honrado ejercicio hacer mal a los caballos, picar y dar rejón a los toros y esgrimir la espada, engendra este ejemplo en la gente vulgar iguales inclinaciones. Discurso que sólo me persuado tendrá contra sí el disenso de los dictámenes de aquellos que niegan a estas partes un carácter tan apreciable como el de la nobleza; asunto en que muy de intento debo amplificarme por honra de la patria y amor a una verdad, que teniendo tan firmes y evidentes apoyos en la historia y en otros monumentos de grave autoridad, la pretenden ofuscar y confundir la ignorancia o la malicia, queriendo, conspiradas contra aquella, hacer pasen como invenciones fabulosas las noticias irrefragables de la nobleza establecida y propagada en Indias, cuyas conquistas y conveniencias no fueron sólo incentivo de espíritus vulgares, sino de ánimos nobles y corazones generosos.

El cronista Herrera, hablando del apresto que hizo en Castilla Pedrarias Dávila para la jornada del Darién, dice que la nobleza española prevenida para pasar a Italia con el Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, luego que penetró haber variado el Rey Católico la idea de que no marchase este caudillo, buscando un nuevo rumbo a los aumentos de honor y utilidad, se ofreció toda a seguir el ejército destinado para estas partes bajo la conducta del citado Pedrarias, que llegado a Sevilla halló 2,000 mancebos nobles, lucidos y bien aderezados; pero que no siéndole posible traer tantos porque el número fijo eran 1,200 hombres, se vio obligado por ruegos y empeños a extenderse hasta el de 1,500 que embarcó consigo.

Toda esta bien nacida juventud pasó entonces a estas regiones, y es creíble que, ya dispuesta la restante para pasar a ella, se encaminase a otra distinta empresa que en aquella edad eran tan repetidas, llenando estos nuevos dominios de la Corona de habitadores de los más conocidos solares de los reinos de España, los cuales, no estancándose en una sola provincia, se derramaban por otras, y, según consta de la historia de Herrera y Bernal Díaz, muchos hidalgos del ejército de Pedrarias se trasladaron con su licencia a esta isla de Cuba, llamados de la noticia que a la sazón corría de su conquista y población, siendo muy verosímil que tomasen algunos asiento y vecindad en ella.

Haciendo referencia a un moderno y docto escritor de los linajes nobles que ilustraron a la ciudad de Cádiz después de su restauración de la morisma, afirma que el tráfago general de este Nuevo Mundo la desheredó de la mayor parte de sus primeras familias, devastación que regularmente creemos experimentarían las demás poblaciones de España, con decoroso aumento de estos reinos, si bien un autor tan grave y un ministro tan instruido como Don Jerónimo Ustáriz no quiere se atribuya la despoblación que hoy padecen aquellos dominios al comercio y población de éstos, pues antes conviene en que el pasaje de los españoles a estas partes ha contribuido mucho al fomento de sus casas y parentelas, y a vincular en estas provincias la fe católica y la lealtad y sangre castellana; pero séase lo uno o lo otro, de cualquier modo se prueba y convence tienen aquel distinguido origen los que han nacido en estas partes.

Y si, como persuade el mismo Padre Fray Jerónimo de la Concepción, el pretexto de pasar a este Nuevo Mundo ha enriquecido al propio Cádiz con la vecindad de otros individuos de ilustre alcurnia, es consiguiente que por la misma causa y con mayor razón gocen las Indias, en otros semejantes, el esplendor y honra de linajes muy esclarecidos; lo que si respecto de muchas partes de ellas es inconcuso, también lo es respecto de nuestra Isla y ciudad de la Habana, como se colegirá de lo que diré en abreviatura para que los discretos infieran lo que omito, pues el león se conoce por la uña y el gigante se computa por el dedo.

El citado Castillo en la misma Historia de Nueva España, dando noticia del arribo de Cortés al puerto de la Trinidad de esta Isla, refiere que en dicha villa estaban poblados muy buenos hidalgos, y relaciona nominadamente los que de ella salieron para la jornada, y que de la de Sancti Spíritu, en que había personas de mucha calidad, atrajo entre otros a Alonso Hernández Portocarrero, primo del Conde de Medellín, y añade también que de nuestra Habana le siguieron personas de calidad, fuera de otros soldados de cuyos nombres no hacía memoria, dejándola solamente de los que se distinguían por su nobleza y califican la que muy desde los principios tuvieron estas poblaciones, y en donde dejarían muchos de ellos conocida descendencia.

Escribe Garcilaso que Vasco Porcallo de Figueroa, vecino de la villa de Trinidad, era pariente cercano de la casa de Feria, y siendo constante por un real despacho expedido en favor del Capitán Esteban de Miranda en 15 de abril de 1635 el que dejó legítima sucesión en la del Puerto del Principe, ¿cómo se le podrá negar tan claro origen a los que merecieron tan ilustre progenitor, ni a los que han tenido otros semejantes?

Del mismo cronista se percibe y entiende que vinieron a esta Isla con el Adelantado de Florida Hernando de Soto, dos hermanos Osorios de la casa de Astorga, y habiendo casado el uno y tenido descendencia conocida en esta ciudad, dejó en las venas de su prole el finísimo esmalte de su sangre, que late hoy en las más esclarecidas de Castilla.

El genealogista Alonso López de Aro en el nobiliario que dio a luz y corre con la reserva y limitación que no ignoro, ni obsta a mi propósito, tratando de la casa y descendencia de los señores de la villa de Requena y entronque con los de Hanabanilla, numera, entre otros hijos de Don Tristán de Avellaneda y Doña Beatriz Manrique de Rojas, a Jerónimo de Rojas y Avellaneda, Regidor de Toledo, y sin revolver mucho los archivos o desentrañar los protocolos de esta ciudad, se hallará que este mismo, o un hijo suyo del propio nombre, fue sobrino y heredero de Juan de Rojas, vecino poblador de la Habana, y que ocupó en ella el expresado Jerónimo el empleo de alcalde ordinario el año de 1572, y que avecindado, dejó sucesión legítima en ella aunque extinguida ya la varonía.

Sobre todo lo dicho pondré un testimonio muy autorizado y no menos concerniente al asunto, el cual produce el Duque de Veragas en una representación hecha a la Serenísima Señora Reina Madre y a su Consejo con el motivo de la fatal pérdida de su isla de Jamaica, en que refiere que la villa principal, nombrada Santiago de la Vega, tenía 600 vecinos y entre ellos familias muy principales y nobles, descendientes de sus conquistadores, y que los empleos civiles los ocupaban siempre personas calificadas que reconocían el mismo origen: de donde se deducen dos cosas favorables a nuestro intento, la una que respectivamente tuvieron las poblaciones de Cuba vecinos de igual honor, de quienes se conserva legítima descendencia; y la otra que, habiendo sido la Habana y Cuba el asilo de muchas o de las más familias jamaicanas después de la experimentada desgracia, se hallan con este aumento de vecinos distinguidos.

Al mismo propósito pudiera añadir otros testimonios, autoridades y ejemplares que llenasen un grande volumen; pero no queriendo que esta demasiada prolijidad haga enfadosa la de este capítulo, me contentaré con producir por último un documento suficiente a desvanecer la preocupación de algunos individuos que hacen en este asunto gala de la obstinación, o que a lo menos quedan siempre escrupulosos de la verdad, hallándose bien comprobada la que he propuesto en una real cédula fecha en Madrid a 23 de noviembre de 1652, en la cual, para allanar Su Majestad la resistencia que algunos vecinos ilustres de esta ciudad hacían para no alistarse en la Compañía de Caballeros que había formado el Gobernador Don Diego de Villalva y Toledo, juzgando poco correspondiente a su nobleza servir en ella, se dignó, para vencer el reparo, declarar su real voluntad y concederles las preeminencias y privilegios que parecen de su contexto y convencen con evidencia cuán justificada y notoria sería la calidad de los expresados vecinos, pues en una materia tan del servicio del Rey y satisfacción del Gobernador, resistieron y disputaron lo que concebían no era conforme a ella. Baste decir, para mayor confirmación de nuestro asunto, que si en aquellos primeros tiempos se establecieron en estas nuevas poblaciones personas hidalgas y distinguidas que trajo a estas partes el motivo de sus conquistas, ahora por otras razones y circunstancias se radican muchas de iguales nacimientos, de quien resulta el lustre y esplendor de diversas familias, poseyendo algunas mayorazgos, vínculos y rentas de casas muy antiguas y calificadas de España, como no se ignora en aquellos reinos y es público en esta ciudad, de donde si acaso han salido por desgracia algunos centauros biformes (perdónese la impropiedad de la frase, pero no la malicia del concepto), como escribe la inconsideración del Marqués de San Andrés en un romance que corre impreso con sus cartas, oscureciendo la candidez del papel con los salpiques de su sangre más que con los borrones de su tinta, debo advertirle que en todas partes corren las más finas púrpuras sujetas al deslustre de una mancha, las más perfectas bellezas al descuido de un lunar, y las más delicadas pieles a la casualidad de alguna pinta, porque, como en el rebaño de Labán, unas ovejas suelen salir de un mismo pelo y otras con alguna mezcla de colores.

No he podido en este asunto esquivar la respuesta, porque no cabe en la esfera del más prudente disimulo la tolerancia de semejantes injurias, pues fuera incurrir por esta necia insensibilidad en la horrible censura que fulmina contra los buenos patricios una erudita pluma carmelitana, graduando por culpable ingratitud el silencio, cuando heridos en la reputación el cuerpo o los miembros de la república, disimulan sus naturales la ofensa, debiendo, armados de la obligación y el respeto, solicitar el desagravio a cualquiera costa, omisión que sería en mí más reprensible, dejando correr contra el argumento de este capítulo una expresión tan indecorosa, sin la menor repulsa, pues en tales casos debe dispensársele a la modestia cualquier desahogo, y a la pluma menos ligera algún descompasado rasgo, pues el mismo Apóstol San Pablo, dio voces para atajar la injuria que se hacía a su nobleza, no queriendo usar del silencio cuando era en contra de su honra el agravio.

1.Omitido en las tres ediciones conocidas.


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