Báguanos es un pequeño arroyo de Holguín, de aguas siempre turbias. En
1872, el día 29 de junio, hacía una excursión el general Maceo, entonces
coronel, al frente de las fuerzas de Guantánamo en la jurisdicción de
Holguín. El objeto era solicitar la cooperación de Calixto García y bajo
sus órdenes practicar un asalto sobre la ciudad de Gibara.
Nos habíamos detenido sobre Báguanos, en cuyo campamento se encontraban
el Presidente Céspedes y su comitiva, apoyados por una pequeña fuerza de
Holguín. Maceo, al frente de Guantánamo, acampaba como a una medía legua.
Serían las diez de la mañana cuando el toque de fajina hizo que toda
nuestra tropa hábil se dispusiera a marchar en busca de provisiones.
Partió al mando de un oficial a incorporarse a Guantánamo que, a las
órdenes del coronel Paquito Borrero, esperaba más avanzado. La tropa toda
se dirigió a las Cuavas, campamento enemigo, como a tres leguas de
distancia, donde se había de proveer de carnes, frutas y viandas. Ambos
campamentos quedaron custodiados por las oficialidades de los dos cuerpos
y las avanzadas respectivas.
A la una se anunció la presencia del enemigo por un tiro de la avanzada
del campamento del Presidente Céspedes. El enemigo, conduciendo un convoy
de provisiones y un hospital, marchaba de la costa, buscando las mismas
Cuavas. Nuestro campamento se puso a las órdenes del general Calvar, el
jefe de mayor graduación en ambas fuerzas. El general dio inmediatamente
sus disposiciones, emboscando convenientemente nuestra gente dentro del
campamento y reforzando la avanzada que recibía a los españoles. El
enemigo arrolló de una manera impetuosa nuestra avanzada; que replegada y
apoyada en los árboles y troncos de palmas caídas por todo el campamento,
hacían que el contrario adelantase muy lentamente. Después de un cuarto de
hora de combate cayó bajo los fuegos de nuestra emboscada, materialmente
envuelto.
El enemigo detuvo su avance y lanzó las indispensables alas, para
desalojar la emboscada de la izquierda, resultando su intento tan inútil,
que volvió a incorporarse al grueso de la columna. Entonces emprendió un
movimiento de marcha. Su objeto era ya, tan sólo, atravesar el campamento
y salvarse de aquel mortífero fuego que lo envolvía. Pasó la emboscada,
abandonando cadáveres y heridos: seña fatal que denotaba la descomposición
del cuerpo e influía prodigiosamente en nuestras fuerzas.
– ¡Al machete! –gritó alguien, y nuestra exigua fuerza pretende
lanzarse sobre la retaguardia al arma blanca, cuando se oye a vanguardia
una descarga que hizo temblar la tierra. Era Maceo que, atraído por los
fuegos, había volado en nuestro auxilio y que, colocando majestuosamente
una emboscada, recibía a los españoles, en momentos en que ya no se
obedecían, ni se daban órdenes. Entonces cunde la desmoralización y el
¡sálvese quien pueda! se impone en las filas enemigas.
Ya no había esperanza de resistencia. Los criollos que habían entrado
en combate con los españoles, al romperse el fuego, hicieron lo de
siempre: ellos los prácticos, los conocedores del terreno, validos de su
inteligencia, tomaron el monte, dejando a los españoles que, aterrados por
la situación, se dejaron sacrificar. El machete cubano barrió casi toda la
columna. Sus acémilas, sus cadáveres, sus heridos y sus enfermos quedaron
abandonados en el campo. Con este gran combate, cuya dirección se debió al
general Calvar y cuyo éxito coronó Maceo, y que se llevó a cabo tan sólo
con las oficialidades de Holguín y Cuba, principió la reacción en Oriente,
cuyo ejército desde aquel momento marchó de triunfo en triunfo.
Por la noche, después que la calma reinaba, cuando el silencio
sepulcral del campamento era tan sólo interrumpido por el ronquido del
que, desfallecido por el cansancio, dormía, o por la queja lastimosa de
algún herido, el que esto escribe, meditando en la rudeza de aquel combate
singular, en los cadáveres españoles allí al alcance de la mano, que
alumbrados por el tenue fulgor de la luna, al ocultarse, aparecían aún más
siniestros; cuando en la soledad del pensamiento se apartaba del hombre
todo cuanto su alma encierra de acritud o de ferocidad, mientras a la luz
de la lumbre que chisporroteaba daba vueltas en improvisado asador un
trozo de pernil de mulo, mí continua meditación me apartó de la
desgarradora escena que hería mis sentidos, pensé en mi hogar, pensé en mi
madre, y me resolví a hacerle la gráfica descripción de aquel sangriento
drama, que después de todo, nos había costado también alguna sangre, y la
pérdida, entre otros pocos, del malogrado y valiente coronel Camilo
Sánchez, muerto en la carga al machete de Maceo, a cuyas órdenes
servía.
A petición de un amigo, y sin pretensiones de ninguna clase, transcribo
aquí mí humilde pensamiento de aquella noche terrible, en que por doquiera
la Libertad había dejado charcos de sangre helada.
Fernando
Figueredo.