FRANCISCO LA RÚA

A  EMMA


Francisco La Rúa, la ilustre víctima de la causa de la libertad de Cuba, era de constitución delicada. Endeble de cuerpo, alto, de frente ancha, de cabellos rubios, de ojos perspicaces y escudriñadores, de fácil y pronta concepción, culto en sus maneras, de carácter afable y aspecto simpático, de vasta instrucción y palabra dulce y elocuente.

¡Cuánto ejemplo sublime dio ese hombre, de constitución tan raquítica como grande de alma, en aquella azarosa campaña de 1871, donde los más fuertes flaquearon, donde los más exagerados sucumbieron en el abismo que para los flojos abrió la Revolución! Recordamos a La Rúa, desnudo y descalzo, haciendo largas y penosas marchas a través de terrenos erizados de cortantes piedras, rodeado de espinas que desgarraban su preciosa carne. ¡Y cómo se burlaban de él, aquéllos que al día siguiente volvieron la espalda a la dignidad y al honor, y fueron a refugiarse en la tienda del enemigo! ¡Cómo aceptaba con sin igual entereza aquellos trabajos que parecían desde entonces sepultar nuestra bandera! Era un héroe, y por su patriotismo e ilustración merece un puesto conspicuo entre los mejores servidores de la Patria. Y aquel héroe amó a una mujer fiel, con toda la ternura de su gran corazón, y para ella, numen y premio suyo en los días más sombríos, escribió, desde las batallas del Camagüey, sus estrofas A  Emma.

Fernando Figueredo.

A EMMA

Lejos, muy lejos del hogar que escucha
tu constante gemir,
hay otro ser que en sacrosanta lucha
puede acaso morir.

¡Pobre emigrada que en extraña tierra
no cesas de mirar
hacia los campos donde cruda guerra
se agita sin cesar!

Recibes en la brisa mensajera
un suspiro de amor
y de tu mente apártase ligera
la sombra del dolor.

Sueñas acaso en el feliz instante
en que vuelvas a ver
a aquél que siempre te juró, constante,
amor hasta el no ser.

Mas de pronto sumérgese en la duda
tu alegre corazón,
y negra, triste, tormentosa, aguda,
marchita tu ilusión.

Que ahogada en sangre miras a lo lejos
tu esperanza mejor,
y contemplas los últimos reflejos
de tu primer amor.

Ves rodar por el suelo deshojada
tu corona nupcial,
¡corona de tus sienes arrancada
por destino fatal!

Lloras ¡mi bien! y mi ansiedad en tanto
no puede contener
las gotas tristes de tu amargo llanto
que quisiera beber.

Mas nunca, nunca volveré a tu lado
con vida y sin honor,
que a la patria mi vida le he entregado
con justísimo ardor.

Feliz y libre y con la frente alzada
hacia ti llegaré,
o fija en tu recuerdo mi mirada
cual bueno moriré.

Que yo no puedo presentarme airoso
demandando tu amor,
cuando no supe resistir, medroso,
el supremo dolor.

Sufre y espera, que el incierto día
de espléndido brillar,
tal vez asome, y luzca la alegría
donde reina el pesar.

Y aunque muy lejos del hogar que escucha
tu constante gemir,
hay otro ser que en sacrosanta lucha
puede acaso morir.

Cuando la muerte presurosa venga
su golpe a descargar,
quizás, piadosa, su furor detenga
mirándote llorar.

Camagüey, marzo de 1876.