¿Y quedará perdida una sola memoria de aquellos tiempos
ilustres, una palabra sola de aquellos días en que habló el espíritu puro
y encendido, un puñado siquiera de aquellos restos que quisiéramos revivir
con el calor de nuestras propias entrañas? De la tierra, y de lo más
escondido y hondo de ella, lo recogeremos todo, y lo pondremos donde se le
conozca y reverencie; porque es sagrado, sea cosa a persona cuanto
recuerda a un país, y a la caediza y venal naturaleza humana, la época en
que los hombres, desprendidos de sí, daban su vida por la ventura y el
honor ajenos. La indignación misma ante la envidia y codicia que malean,
hipócritas o descaradas, las virtudes más finas, trae en sí como cierta
piedad, y un deseo ciego y dominante de perdón y olvido; porque sobre todo
cuanto cubrió derrama su belleza la luz de aquellos tiempos consoladores y
muchas veces sobrenaturales. Una noche de poca luz, después del día útil,
en el rincón de un portal viejo de las cercanías, de New York, recordaba
un general cubano, rodeado de ávidos oyentes, los versos de la guerra. Los
árboles afuera, árboles fuertes y nervudos, recortaban el cielo, y
parecían caricia a los muertos, al bajarse una rama rumorosa, o revés, al
erguirse de súbito, o, hilera de guardianes gigantescos, con el fusil a la
funerala, al borde de nuestra gran tumba. El robusto recitador, sentado
como estaba, decía como de lejos, o como de arriba, o como si estuviese en
píe. Las mujeres, calladas de pronto, acercaron sus sillas, y oían fluir
los versos. El respeto llenaba aquella sombra. ¿Por qué, –dijo uno– no
publicaremos todo eso, antes de que se pierda;. antes de que caigan tal
vez, con las estrofas a media decir, los bravos, que las recuerdan
todavía? Y en la prisa de trabajos mayores, como quien se descubre un
instante la cabeza en la humildad del alma y conversa en la tiniebla con
los suyos antes de seguir el camino arduo, se publican los versos que
Serafín Sánchez, el recitador de aquella noche, aprendió de los labios de
los poetas, en los días en que los hombres firmaban las redondillas con su
sangre.
De copia en copia han venido guardándose, o en la. memoria agradecida,
los versos de la guerra. Ni luz tiene el sol, ni hermosura la naturaleza,
ni sabor la vida, mientras corren riesgo constante de degradación los
hombres que nacieron en la misma tierra que nacimos; ni el desahogo y
regalo de la pluma parecen, con justicia, digna ocupación, cuando la
sangre toda de las venas arde por derramarse, de abono y semilla, en la
tierra donde los hombres no pueden vivir en paz, con su honor, ni emplear
en su bien y en el del mundo la riqueza oprimida de su pensamiento. En los
descansos de esta fatiga creciente, que sólo ha de cesar cuando la patria
sea feliz o la vida se extinga, –porque no hay dicha privada que emancipe
al hombre, criatura y compuesto de su pueblo, de su deber público; en los
instantes de bochorno, raros por fortuna, en que se ve caer una honra de
su antigua cumbre, a sentarse a un pan vil, o en los de santo
recogimiento, cuando el ánimo decidido, como para ponerlo en lo futuro,
busca en la memoria el honor pasado, –los cubanos leales, a la sombra de
un viejo o de un valiente, se juntan a recordar las hazañas y la gloria, y
los versos. Tiene la guerra su poesía famosa, ya porque expresaba, en la
forma ingenua y primeriza del mártir novel, los puros sentimientos que
sacrificó alegre al de la patria, ya porque a filo de chiste le
descabezaban al contrario una insolencia, ya porque dicen hechos tales de
sacrificio y ardor que ponen como una majestad involuntaria e inviolable
sobre los que en aquel aire respiraron, y contra el testimonio de sus
venas pugnarían luego en vano por negarse el honor de haber sido en él
héroes o testigos. Periódicos hubo allí como El Mambí, El Cubano Libre, La
Estrella Solitaria, y La Estrella de Jagua, de Hurtado, donde, en el tipo
mínimo de aquellas cajas andariegas, vio la luz mucha poesía generosa e
histórica; ocios hubo allí amables, y certámenes en ellos, y hasta un
libro manuscrito llegó a componerse, de lo mejor que se recitaba en una
casa amiga; valiente tuvo la Revolución que no bien salvado en la ceja
protectora, de la sorpresa de la sabana donde perdió los espejuelos,
narraba-, envuelto aún en el humo, su cómica agonía; los combates y la
amistad y el amor fueron puestos en rima o romances, inferiores siempre,
por lo segundón y mestizo de la literatura en que se criaron, a las
virtudes con que en ellos se copiaban insensiblemente los poetas. Su
literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban
mal, a veces; pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara; porque
morían bien. Las rimas eran allí hombres: dos que caían ¡untos, eran
sublime dístico; el acento, cauto o arrebatado, estaba en los cascos de la
caballería. Y si hubiera dos notas salientes entre tantos versos de molde
ajeno e inseguro, en que el espíritu nuevo y viril de los cubanos pedía en
vano formas a una poética insignificante e hinchada, serían ellas la
púdica ternura de los afectos del hogar, encendidos, como las estrellas en
la noche, en el silencioso campamento, y el chiste certero y andante, como
sonrisa de desdén, que florecía allí continuo en medio de la muerte. La
poesía de la guerra fue amar y reír. Y acaso lo más correcto y
característico de ella es lo que, por la viveza de sus sales, ha de correr
siempre en frasco cerrado. En los labios de todos, entre otros menos
conocidos, están los nombres de los poetas. Miguel Gerónimo Gutiérrrez y
Antonio Hurtado del Valle, y José Joaquín Palma y Luis Victoriano
Betancourt, y Antenor Lescano y Francisco La Rúa, y Ramón Roa. Hay versos
que hacen llorar, y otros que mandan montar a caballo.
La rima, que entretiene el dolor, fue en los largos descansos de la
guerra tarea de enfermos y de heridos, o piedad con que el poeta animaba
al ejército hambriento y desnudo, o crónica en que se iba viendo, en días
de poca imprenta, los deseos y juicios de la Revolución e historia de sus
sucesos principales, o forma sencilla, e inadecuada casi siempre, de
sentimientos y escenas heroicas. Catorce años van pasados, que han sido
años de veras, desde que por sorpresa o desmayo comenzó la tregua en Cuba;
y no se reúne una casa de entonces o un poco de nuestro honor antiguo, sin
recordar una anécdota gloriosa y picante del tiempo fuerte y bueno, o a un
bravo chistoso, o un cuadro conmovedor, o el zancudo soneto y suelta
décima en que aquellos poetas naturales los conmemoraban. Habla Tomás
Estrada Palma, autor a la vez del decreto de muerte a los cubanos
traidores y de la fina trova a la modestia y piedad de las hermanas de
Fernando Figueredo; y recuerda, como entre nubes de pólvora, la procesión
patriótica, poco después de la toma de Bayamo, en que salió de libertad la
hija de Perucho, e iba el pueblo cantando tras ella el himno que en el
arrebato del triunfo había compuesto el padre: De Las Villas sabe mucho
Néstor Carbonell, y él cuenta el porte noble de Miguel Gerónimo y su verso
doloroso, y la melancolía y enfermedad del pulcro y tierno Hurtado, y de
José Botella, que a consonantes puros, y con otros recursos ingeniosos,
logró curar a los oficiales en barbecho de la manía de probar unos en
otros el acero que por enfermos o desocupados no podían blandir en pelea:
en un bohío estaban como diecisiete valientes, con una sed que daba
náuseas, y les hacía ver enemigos o serlo entre sí; cuando un ojo baqueano
divisó por allá arriba uno que parecía panal suculento, y resultó, luego
de derribado, cuajo de cera, sin más que un dedo de miel, que cupo en
suerte al compasivo Coll, en premio del mejor soneto entre los que se
disputaron el panal. Si no hay moños alrededor, nunca falta quien recite
las décimas aquéllas de Luis Victoriano a don Julián de Mena; o tanta cosa
suya de franco giro y epíteto desenvuelto; o la décima de Antenor a
Villergas, en que el chispeante camagüeyano, autor más tarde en México de
versos reales y sentidos, le volcó sobre la cabeza al demagogo alquilón la
caricatura con que en El Moro Muza se quiso burlar de los fundadores de un
pueblo. O se está en familia, entre Barrancos y Guerras, contando como se
vivía, en terror y orgullo, por los primeros años de la Revolución, y
pinta Benjamín Guerra, que ya a los doce años era caballero de la libertad
en nuestros montes, el modo con que volvió al rancho libre el abuelo de la
casa: –tenía el viejo a Nuevitas por cárcel, y para que le viese la
humillación el pueblo entero, le hacían subir todos los días la loma del
gobernador a la pobre barba blanca; pero José de Armas fue, cuando la
visita de arreglos, y dieron al abuelo permiso de volver a su familia: a
caballo loco venía el niño a saber novedades, cuando divisó al anciano,
torció jáquima y voló a decir al rancho la felicidad: de la puerta del
rancho salía a poco la familia entera, con los hijos alrededor de la
abuelita, y el sol sobre el grupo, y en las manos de la abuela la bandera
cubana: el viejo, al verla, se quitó el sombrero, se mesó la barba blanca,
y rompió en una décima, mala y sublime, que empezaba así:
Esa bandera adorada,
que llena mi corazón
de
placer, satisfacción,
al verla en tu mano amada...
Y si se habla con Fernando Figueredo, es de no alzar la mano del papel,
porque pinta como sí se les viese a toda aquella compañía de gloría, y no
hay canción, que él no sepa, ni memoria tierna o picante, ni quien le gane
a contar con intención y cariño, ni quien saque más risas cuando narra el
ataque al poblado de Yara, en que para conocerse en la oscuridad los
cubanos entraron desnudos de cintura arriba, y tener camisa era cosa
infeliz; pero no fue tan bien como pudo en aquella ocasión a los cubanos,
por lo que los españoles los burlaban en unas estrofas bizcas, cantadas a
coro en la retreta, y a las que Fernando contestó con dichosa parodia, que
los voluntarios mismos de Yara cantaban después:
Sin cardias, triunfantes, entraron,
ante el mundo
mostrando, orgullosos,
que aunque pobres son libres, dichosos,
siervos no de un tirano opresor.
Pero lo mejor de Fernando es cuando cuenta cuán mal le pareció a aquel
gigante ingenuo, al leal y genioso Modesto Díaz, que Tomás Estrada tuviese
de secretarios a Francisco La Rúa y a Ramón Roa: –Ven acá, hombre: ¿cómo
has consentido que Tomás haga eso?"– "Pero, don Modesto, sí son dos
magníficos patriotas!" –`Mira, hombre, qué patriotas ni qué magníficos:
pues a mí me han dicho que son dos sinvergüenzas". –"Don Modesto,, ¡si no
hay quien les ponga punto a esos dos mozos!, ¿qué malqueriente le dijo esa
maldad? –"Hombre, mira: a mí no me dijeron que eran sinvergüenzas: a mí me
dijeron no más que eran poetas".
Pero en la casa de toda una mujer, de Loreto Castillo de Duque de
Estrada, fue donde tuvo la poesía de la guerra más largo y abrigado
asiento. La casa estaba en San José de Guaicanamar, que los testigos
dichosos de nuestra grandeza pintan como potrero extenso y feraz, donde
residía de uso el Gobierno; o había siempre correo que pudiera dar con él.
Otros ranchos eran de horquetas de caballete, con tres luengas yaguas de
montura, que arrastraban en tierra, y adentro la hamaca: algún rancho fue
recio y forrado, como el de Francisco Sánchez, a quien se le sujetó la
tisis tenaz en la salud de la guerra: la casa de Loreto era, como las más
de las cercanías, con la pared de lo que hubiese, y de yagua las puertas,
y el techo de ella también, o de guano o manaca. Por sillas sólo había la
hamaca de preferencia, o bancos de cuje, o troncos de árbol, pero la
limpieza campesina hacía a todo el mundo llevarse la mano al yarey. Y allí
se juntaban las mejores visitas. Duque de Estrada era silencioso, y Loreto
vehemente y resuelta, baja de cuerpo, y de ojos relampagueadores cuando la
sacaba del asiento la indignación, o contaba un lance apurado de su propia
vida, como el de la bandera de las camagüeyanas para Enrique Reeve,
bordada a ojos públicos, que ella plegó con mucho esmero bajo el cáliz, a
que la bendijese con él el arzobispo de Santiago: o decía sus angustias de
cuando salió del Príncipe a la guerra, toda colgada en lo interior de
medicinas, paquetes y jarros, y al entrar en la casa de las afueras, de
donde pensaba irse de escondite, halló de visita a un capitán que
cortejaba en la familia, y era de ver la falda aquella que no podía
moverse sin música y denuncia: o hablaba de la infelicidad de Cuba y de la
muerte cruenta de sus hijos, y los guerreros oían a la mujer con la cabeza
baja. Herminia, la hija, era de todos amiga discreta e inocente, y siempre
fue como quien sabía que sin sonrisa de mujer no hay gloría completa de
hombre. Allí iban todas las edades, y el Ejército y el Gobierno, y el
Camagüey y los habaneros con el Oriente y Las Villas: Estrada Palma, a
todas horas cortés, visitaba con el Presidente, que era Spotorno entonces,
y hombre de tanta urbanidad como ímpetu: Eduardo Machado ponía en todo su
gracia serena, y aquel simpático mérito suyo, que no se complacía en
deslucir el ajeno: allí el más puro, La Rúa; el más constante, Juan Miguel
Ferrer; el más intencionado, Luis Victoriano Betancourt; el más
caballeroso, Fernando Figueredo ; el más decidor, Marcos García; el más
original, Ramón Roa. Allí, entre versos propios y . extraños,corrían las
horas honrosas. Herminia -recitaba, de poetas de Cuba, o alguna romántica
melodía traída a la memoria de los mejicanos o los caraqueños: recordaba
Machado, a El Hijo del Damují, con la doliente voz de su cuerpo menudo, y
su mano altiva y rota: quién recitaba un soneto de Céspedes, o las décimas
guerreras de antes de la Revolución, o el himno de Holguín, que compuso
Pedro Martínez Freire, o un feliz estribillo, que todo Oriente cantó, de
José Joaquín Palma, o los demás versos de él, que son, en lo serenos y
lúcidos, como las clavellinas del Cauto. En recitar era siempre, el
primero Marcos García, por su voz obediente y briosa, y el sentido que
daba a El Beso, de Milanés o al Nocturno, de Zenea, o a lo mejor de la
poesía de España. Fernando Figueredo, con su hidalgo reposo, decía, del
corazón más que de los labios, las décimas que escribió a su madre cuando
el combate de Báguanos, o versos de ternura y lealtad a una flor de la
guerra. Por la virtud del poeta parecían más bellas las estrofas propias
que llevaba La Rúa, y él fue quien con su letra franca y cuidada escribió
el único tomo de La Lira Mambí, perdido acaso, donde está lo mejor que.
entonces se compuso o dijo en la casa de Loreto. Luis Victoriano,
guardando para lid mayor el corazón alto y estoico, era rima continua,
quebradiza y risueña, y ponía en musa la gacetilla toda de la República, y
la de Guaicanamar. Y Roa, en los romances, felicísimo, siempre iba allí
con uno nuevo, bien de burla amigable a los transidos amigos de Herminia,
bien de agorero regocijado, pintando su entrada triunfal en el Camagüey,
con más lauros que ropa, y a las bellezas todas de su amistad rodeándolo
solícitas, y a él entre tantas tentaciones ,impasible, porque, como decía
el último verso: el buey suelto bien se lame. – O era triste la reunión a
veces, porque alguno de los que estuvieron antes en ella no volvería ya
jamás a recitar versos.
Convite y nada más es este libro, a todos los que saben de versos de la
guerra, para que, siquiera sea sin orden ni holgura, salven, por la piedad
de hermanos o de hijos, todo lo que pensaron en nuestros días de Nación
los que tuvieron fuego y desinterés para fundarla. Lágrimas cuajadas son
algunas estrofas de aquéllas o bofetones, o mortal despedida, y puede
hallarse más de una vez entre el follaje y relleno de la jerga poética
española, el rasgo franco y preciso del verdadero genio. Pero la poesía de
la guerra no se ha de buscar en lo que en ella se escribió: la poesía
escrita es grado inferior de la virtud que la promueve ; y cuando se
escribe con la espada la historia, no hay tiempo, ni voluntad, para
escribir con la pluma en el papel. El hombre es superior a la palabra.
Recojamos el polvo de sus pensamientos, ya que no podemos recoger el de
sus huesos, y abrámonos camino hasta el campo sagrado de sus tumbas, para
doblar ante ellas la rodilla, y perdonar en su nombre a los que los
olvidan, o no tienen valor para imitarlos.
José Martí