Señora: Según dicen, ya usted tiene otro amante. 
Lástima que la prisa nunca sea elegante... 
Yo sé que no es frecuente que una mujer hermosa 
se resigne a ser viuda sin haber sido esposa, 
y me parece injusto discutirle el derecho 
de compartir sus penas, sus goces y su lecho; 
pero el amor, señora, cuando llega el olvido, 
también tiene el derecho de un final distinguido. 

Perdón, si es que la hiere mi reproche; perdón, 
aunque se que la herida no es en el corazón... 
Y, para perdonarme, piense si hay más despecho 
en lo que yo le digo que en lo que usted ha hecho; 
pues sepa que una dama, con la espalda desnuda, 
sin luto, en una fiesta, puede ser una viuda 
- pero no, como tantas, de un difunto señor -, 
sino, para ella sola, viuda de un gran amor. 

Y nuestro amor - ¿,recuerda? -, fue un amor diferente 
(al menos, al principio; ya no, naturalmente) : 
Usted era el crepúsculo a la orilla del mar, 
que, según quien lo mire, será hermoso o vulgar. 
Usted era la flor que, según quien la corta, 
es algo que no muere o es algo que no importa. 
O acaso, cierta noche de amor y de locura, 
yo vivía un ensueño... y usted una aventura. 

Sí; usted juró, cien veces, ser para siempre mía: 
Yo besaba sus labios, pero no lo creía... 
Usted sabe - y perdóneme -, que en ese juramento 
influye demasiado la dirección del viento. 
Por eso no me extraña que ya tenga otro amante, 
a quien quizá le jure lo mismo en este instante. 
Y como usted, señora, ya aprendió a ser infiel, 
a mí, así, de repente... me da pena por él. 

Sí, es cierto: Alguna noche su puerta estuvo abierta, 
y yo, en otra ventana, me olvidé de su puerta; 
o una tarde de lluvia se iluminó mi vida 
mirándome en los ojos de una desconocida; 
y también es posible que mi amor indolente 
desdeñara su vaso bebiendo en la corriente. 
Sin embargo, señora, yo, con sed o sin sed, 
nunca pensaba en otra si la besaba a usted. 

Perdóneme de nuevo, si le digo estas cosas, 
pero ni los rosales dan solamente rosas ; 
y no digo estas cosas por usted ni por mí, 
sino por los amores que terminan así. 
Pero vea, señora, qué diferencia había 
entre usted, que lloraba, y yo, que sonreía, 
pues nuestro amor concluye con finales diversos: 
Usted, besando a otro; yo, escribiendo estos versos.

 

José Angel Bueza

 

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