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La política cubana de los Estados Unidos

conferencia dada en Steinway hall, la noche del


23 de enero de 1897


por

 

ENRIQUE JOSÉ VARONA

 

Señoras y Señores:

Si bastara la importancia de un asunto, para hacerlo interesante, seguro estaría de cautivar la atención de mi benévolo auditorio. Pero voy á arriesgarme por un camino escabroso, á trechos mal trazado, demasiado umbrío en muchas partes, y, como si esto no fuera suficiente, de término incierto; cual si después de atravesar, por estrechos y tortuosos senderos, bosques seculares, llegáramos á los lindes de un desierto, por donde se va á rumbo, en busca de los oasis, más bien presentidos, que entrevistos. La irremediable oscuridad de la historia se hace más densa, cuando se quiere seguir, á través del dédalo de las negociaciones diplomáticas, el pensamiento cardinal de los estadistas. Y el tema que me he propuesto esta noche, me obliga á penetrar más de una vez en ese laberinto.

No se me impute á presunción el escogerlo. Su elección ha nacido del deseo de ser verdaderamente útil á mis compatriotas, llamando su atención, en estos momentos que imperiosamente lo demandan, sobre un aspecto muy grave del problema cubano; para lo cual creo necesario recordar sus intrincados antecedentes.

El largo conflicto entre Cuba y su Metrópoli, que hoy alcanza fase tan aguda, se ha complicado siempre por la presencia de un tercer factor de la mayor importancia, los Estados Unidos. Este no es de ningún modo un caso excepcional, porque ningún pueblo vive aislado; pero no por eso deja de interesarnos vivamente el conocer, del mejor modo posible, cuál ha sido y hasta dónde ha llegado la influencia de ese tercer elemento en las peripecias y en el desarrollo de nuestra lucha casi secular con España. He aquí por qué me propongo estudiar esta noche la política de los Estados Unidos con respecto á Cuba.

El pueblo norte-americano nació adulto á la vida internacional. Su conciencia política se había madurado, durante el largo período de su dependencia, en la escuela del gobierno propio. Poco tuvo que tocar, por el momento, á su máquina gubernativa; con pequeños cambios, las antiguas instituciones se adaptaron á la nueva situación, y las ruedas administrativas continuaron funcionando sin entorpecimiento. Inglaterra perdió la soberanía de las trece colonias; pero les legó lo mejor de su espíritu: la clara percepción de la continuidad histórica, que asegura la estabilidad de la organización social, y el concepto pleno y el sentimiento arraigado de la libertad civil. Aquellos colonos ingleses se rebelaron contra la Metrópoli, en nombre y defensa de las libertades inglesas. Y su triunfo, que ha sido uno de los mayores sucesos de la historia del mundo, las afirmó, las deparó y las impulsó á su completo desarrollo, lo mismo en la nueva tierra americana, que en el viejo solar europeo.

Los políticos, que tomaron en sus manos la dirección del nuevo Estado, continuaron sin vacilar la política que Inglaterra proseguía en la America del Norte; aunque dándole todo el alcance que les imponían las circunstancias, y ajustándola á un objetivo más claro, más inmediato y más exigente. El inmenso territorio por donde hoy se espacian los cuarenta y cinco estados de la federación y alguna parte del dominio canadense había sido teatro de la más porfiada lucha entre Francia é Inglaterra, que se disputaban el territorio ya á poder de armas, ya á fuerza de discusiones y riñas diplomáticas. España aparecía de cuando en cuando como tercero en discordia, para procurarse algún provecho y servir á los designios que abrigaba, con más tenacidad que elementos reales para realizarlos.

Poco después de mediado el siglo XVIII, Francia quedaba definitivamente vencida. El Canadá y los ricos territorios al Sur de los grandes lagos y al Este del Mississippi iban á engrosar el dominio colonial de la Gran Bretaña. Las tierras inmensas de la región occidental y el delta del gran rio quedaban bajo el poder nominal de España, á quien las cedía su aliada, como compensación de la Florida, obtenida por Inglaterra en trueque dé la Habana. Cuando las colonias se sustituyeron á la corona de Inglaterra en la posesión de los territorios arrancados á Francia, se encontraron con éstos limitados por los dominios del rey de España; y vieron que el único resultado de su pregonada ayuda, durante la guerra de independencia, había sido excluirlas por completo del golfo de México En efecto, España había entrado en las miras de Francia y se había prestado á secundar á las colonias rebeldes, sólo para tener un pretexto y una ocasión de alzarse de nuevo con la Florida, mientras los ingleses defendían países de más importancia y provecho. Y así había sucedido. Francia había ayudado de veras, y había salido de la lucha sólo con la honra. España había ayudado en apariencia, y se encontraba, al terminar la guerra, en virtud de un paseo militar, y de dos ó tres golpes de mano, señora de todo el litoral del golfo desde el cabo Catoche hasta el cabo Sable.

El problema que, por virtud de estas circunstancias, se imponía á la nación novel estaba patente. La lucha por el territorio, legado de la política británica en América, debía continuar. Desde las riberas del Atlántico miraba la Unión á la distante Europa; pero casi al alcance de la mano, del otro lado del gran rio, se abría la América, continuaba el valle maravilloso que fecunda el caudal inmenso de aquellas aguas, y más lejos se alzaba la imponente cordillera que sirve de espina dorsal á un hemisferio, y por los gigantescos cañones que forman sus quebradas, estaba tallado el paso para otras fértiles regiones que descienden á bañarse á otro Océano. No podía concebirse promesa más tentadora para una expansión sin límites. Entre tanto al Sur, y no muy lejos, quedaban los países ya colonizados por otra raza, por otras gentes, el mercado próximo para los futuros productos, el campo accesible para las nuevas ideas, los pueblos más á la mano para recibir la influencia mental de aquella sociedad que se revelaba tan pujante. Al Oeste estaba el campo pura la expansión material; al Sur el campo para la expansión moral. Pero á través de la niebla, que es como el aliento condensado del abundante río, parecía agigantarse un fantasma que amagaba cerrar el paso : era España. Y España había extendido una cintura de tierras en torno del gran golfo, que comunica las dos mitades del continente, como para repetir desde sus plazas fuertes, su arrogante divisa: Non plus ultra.

Desde los primeros momentos, los estadistas americanos vieron el camino para la solución del premioso problema. Desentenderse en lo posible de Europa, de sus querellas dinásticas, de sus guerras de ambición y conquista, para concentrar su atención en sus necesidades domésticas, que, una vez resueltas, les permitieran mirar alrededor, interesarse por los más próximos, y paso á paso llegar á extender su influencia á todo el continente, para ejemplo del cual iban preparando una nueva organización cívica y un nuevo derecho.

El obstáculo inmediato resultaba más aparatoso que real. El poder de España en la mal limitada Luisiana era poco más que una sombra. En los puntos en que su administración se hacía sentir tomaba la forma de una carga asfixiante. Su corta dominación en la colonia francesa tuvo todo los caracteres de su largo y odioso dominio en la América propiamente española. En cambio los siglos que había estado España en más ó menos tranquila posesión de la Florida de poco habían aprovechado á esa pobre colonia. El historiador Mr. Drake ha podido asegurar con verdad que los veinte años en que estuvo la península en poder de los ingleses fueron de más provecho para su población y progreso, que los doscientos anteriores bajo el gobierno español. La pintura que hacen historiadores españoles de esos establecimientos no es más lisonjera. Baste saber que, en la época de la cesión definitiva, todo lo que tenía la Metrópoli en la Florida eran tres reducidas fortificaciones y diez mil colonos esparcidos por la costa. Esa deficiencia de fuerza material podía compensarse con la fuerza moral que dan las buenas instituciones y el amor de los pueblos. España no ha entendido jamás esa política. Una colonia es para ella una presa. Si abre la mano, teme que se le escape. Así reconoce, sin quererlo, el derecho á desasirse que tiene todo el que está sujeto contra su voluntad.

La diplomacia americana entra desde luego en la liza, auxiliada por la presión de un pueblo vigoroso, que se encuentra estrecho y pugna por desbordarse más allá de los límites que débilmente lo contiene. España resiste con argucias, con dilaciones, con intrigas, pero al cabo flojamente. Ni puede oponerse con energía, ni sabe conciliarse al adversario con una política franca de buena vecindad. Tiene en sus manos á Nueva Orleans, salida natural de una gran corriente de comercio americano, y allí hostiga, apremia y trata de explotar á los comerciantes de la República, que han de almacenar allí sus mercaderías. Sus plazas fuertes de Florida sirven, más adelante, de base de operaciones á los ingleses mandados por Nichols. Cuando la escuadra de Oochrane, salida de Panzacola, es derrotada en Nueva Orleans, halla refugio en la Habana. Pero al mismo tiempo que hostiliza con flojedad, negocia con poco acierto. En los designios del gobierno francés, España tenía el encargo de hacerla centinela en torno de los Estados Unidos, "para mantenerlos encerrados en los límites que la Naturaleza parece haberles trazado." Esos límites, según Francia, no llegaban al Missisippi al Oeste y terminaban en el paralelo 31 al Sur. Cuando España acepta el gran río como frontera, Talleyrand exclama, con la franqueza del despecho: "La corte de Madrid es siempre ciega para sus propios intereses y nunca dócil á las lecciones de la experiencia." En realidad de poco hubiera servido al gobierno español tener mejor vista. Su mayor enemigo era su propia flaqueza; y la nueva nación se sentía fuerte, y no tenía escrúpulo en usar su fortaleza contra un poder que le estorbaba y no sabía suavizar los choques. La conducta equívoca de España le daba los pretextos que habían de cohonestar la necesidad fundamental. En un período relativamente corto, España fué desalojada de la tierra firme. Los americanos dominaban el golfo, que debía estarles vedado, y se encontraban frente á Cuba.

Desde ese momento, nuestro país adquiere singular importancia en la política del mundo, y nuestra historia se modifica profundamente. Desde ese momento Cuba es una obseción para los estadistas americanos, como antes lo había sido Nueva Orleans, como lo fueron después Tejas ú Oregón. Esto no es decir que el problema fuera sustancialmente el mismo, ni que se les presentara con los mismos caracteres, sino señalar el hecho indiscutible.

Dos períodos pueden señalarse en la manera de considerar y tratar el problema cubano, desde el punto de vista de los políticos que han dirigido esta República; períodos divididos, como de un tajo, por la guerra de secesión. En el primitivo, la idea, rudimentaria en la mente de los primeros estadistas, se desarrolla y toma forma neta y precisa: los Estados Unidos consideran á Cuba como apéndice natural de su territorio continental y procuran abiertamente su incorporación. En el segundo, los Estados Unidos, manteniendo siempre su derecho á interesarse por la suerte de Cuba, y reconociendo la influencia de su suerte en la prosperidad y tranquilidad de este país, parecen aspirar más á un protectorado moral y á una alianza comercial, que á la anexión política.

La posesión del Missisippi había sido una necesidad vital para la Unión. Esa gran arteria acarreaba sus productos al golfo, los encaminaba en busca de los mercados del Sur. Con razón se ha dicho que los ríos son caminos que andan. Casi una prolongación de su riquísimo delta podía parecer á los ojos de sus estadistas la gran Antilla, la señora del seno mexicano, con las sinuosas líneas de sus prolongadas costas, donde podían guarecerse y avituallarse las escuadras, lo mismo para la defensa que para el ataque. Llevar hasta ella los límites de la federación, poner en su extremidad las columnas de Hércules de la gran potencia norte-americana, es idea que acarician los espíritus más sagaces, aún entre aquellos varones prudentes, que echaron con tanto cuidado y mesura los cimientos políticos del nuevo Estado.

Apenas se agita el proyecto de la compra de Luisiana, lo amplía Jefferson, incluyendo en el plan la adquisición de Cuba. Desentendiéndose por completo de España, considera que Napoleón no ha de ofrecer invencibles dificultades á ese designio, y sugiero que se le dé como garantía que los Estados Unidos no irán más allá. "Erigiría inmediatamente, dice, una columna en el límite meridional de Cuba, é inscribiría en ella nuestro Ne plus ultra, en esa dirección" Años adelante, cuando su osado espíritu se inflama, ante las perspectivas casi ilimitadas que se abren á la influencia ele su patria y á las ideas políticas que le son tan caras, cuando los Estados Unidos van á dar el gran paso, que define su actitud en el concierto internacional y que va á crear un nuevo stakis para todo el continente americano, Jefferson tiene en su mente con igual viveza á Cuba. Escribiendo al Presidente Monroe, declara: "Confieso candidamente que he mirado siempre á Cuba como la adición más importante que pudiera hacerse nunca á nuestro sistema de Estados" Pero ya entonces no se preocupa el gran estadista por Francia; ve el obstáculo por la parte de Inglaterra, á quien reconoce un interés en Cuba "casi tan grande como el de los Estados Unidos." Y como entiende que la anexión de nuestra Isla podría costarles una guerra con la Gran Bretaña, manifiesta que la independencia de Cuba es la solución que se le presenta después, como la más conveniente para la federación. Es la vez primera que se formula la conveniencia para América de nuestra separación política de España, constituyéndonos en estado independiente. Por desgracia miras más egoístas prevalecieron luego en el espíritu de los políticos americanos.

El peso de los Estados Unidos en la balanza de los destinos del mundo se había hecho sentir por primera vez decisivamente, cuando el presidente Monroe contuvo con un ademan á Europa, que se coligaba para lanzarse sobre las colonias españolas rebeladas y ya á punto de emanciparse. El famoso mensage del 2 de diciembre de 1823 marca un punto culminante en la historia del Nuevo Mundo. La joven democracia de Norte- América se iergue serena y magestuosa en la costa del Atlántico é intima á los déspotas coronados de la alianza llamada santa que la República es la ley de América, que el Nuevo Mundo se ha emancipado ya dé la soberanía y de la influencia políticas del viejo. Jefferson señalaba, con fuego profetico, el alcance de la nueva doctrina. Veía á su patria tomando rumbo para lanzarse por el océano del tiempo, que se abría ante ella. ''Europa, decía enfáticamente, trata de convertirse en domicilio del despotismo; nuestro empeño ha de ser seguramente hacer de nuestro hemisferio la morada de la libertad."

Desde que se inició la lucha entre las colonias y España, los estadistas de la federación vieron claramente la ilimitada esfera de influencia que su emancipación les prometía. Mientras Inglaterra las ayudaba, por quebrar las redes mercantiles en que España las tenía aprisionadas, los Estados Unidos las favorecían, aunque de modo más indirecto, por miras de orden más especialmente moral y político. Desde 1818, al redactar las célebres leyes de neutralidad, de que se ha hecho arma con espíritu tan diverso contra nosotros, los políticos americanos reconocían personalidad á las colonias, poniéndolas á cubierto de un golpe de mano fraguado en su territorio, con el mismo título que á cualquier Estado independiente, y lo mismo de una potencia extraña que de su propia Metrópoli. Cuando llegó el momento, la República de Washington pronunció la palabra decisiva, las armas se cayeron de las manos de los monarcas europeos, y las repúblicas de Hispano-América fueron libres para siempre. Europa reconoció la fuerza que latía en las palabras del presidente Monroe, y se inclinó ante el hecho consumado.

Los estadistas americanos declaraban sin ambajes que en lo adelante la América no era ya campo para la expansión colonial de Europa. ¿Cuál era el espíritu de la nueva doctrina, respecto á las colonias entonces existentes? Reconocer su dependencia, mientras ellas la reconocieran, mientras mantuviesen voluntariamente su unión política con la Metrópoli. No podía ser otro, sin adulterar en su fuente el principio político que tan paladinamente se proclamaba. Respecto á Cuba, se afirmaba aún más; porque desde luego adoptó la federación, como norma política en lo tocante á ella, no consentir de ninguna suerte que pasara de las manos de España á las de ninguna otra potencia. La debilidad de la vieja monarquía borbónica la hacía poco temible, y consentía que se pudiese aguardar sin impaciencia el desarrollo normal de los sucesos.

Pocos meses antes del mensaje lo notificaba en términos explícitos Mr. Adams, secretario de Estado, á Mr. Nelson, ministro de los Estados Unidos en Madrid. Cuba y Puerto Rico, le decía, están todavía nominalmente en poder de España, que puede traspasarlas á otra potencia. Pero esas islas son apéndices naturales del continente norte-americano, y Cuba especialmente está casi á la vista de las costas de los Estados Unidos. Relaciones geográficas, comerciales, morales y política encontraba Mr. Adams establecidas entre Cuba y la federación, y ellas le hacían prever como inevitable la caída de la preciosa Antilla en el regazo federal. Pero Adams como Jefferson conocía los obstáculos que se presentaban de la parte de Inglaterra, y no se atrevía á extender la mano. Él fué el primero que imaginó á Cuba como manzana que se madura y ha de acabar por desprenderse del árbol y caer en el suelo inmediato. "Hay leyes de gravitación política, escribía reposadamente á Mr. Nelson, como las hay de gravitación física."

Algunos meses después del ruidoso mensaje, se presentó la ocasión de aplicarlo abiertamente á las Antillas españolas. En el verano de 1825 se presentó en las costas de los Estados Unidos una gran flota francesa, que el rumor público designaba preparada para apoderarse de Cuba y Puerto Rico. México se conmovió, y acudió al Presidente de los Estados Unidos, pidiéndole que hiciese bueno el memorable compromiso contraído dieciocho meses antes. Mr. Clay, entonces ministro de Estado, tranquilizó á México, le aseguró su adhesión á la doctrina de Monroe, y envió sin tardanza instrucciones al ministro americano en París, para que notificase al gobierno francés que los Estados Unidos "no consentirían la ocupación de esas islas por ninguna potencia que no fuese España, en ninguna circunstancia." Los Estados Unidos se constituían en guardianes de Cuba para España, á fin de esperar que Cuba viniese á la federación ó que al menos quedase independiente, si era que algunos aceptaban todavía la gradación establecida por Jefferson. El título que hacía bueno el derecho de España era su propia flaqueza.

Otro título se le había de reconocer muy poco después, y no por cierto más honorífico. Mientras loa políticos norteamericanos se muestran tan cautelosos y sólo expresan aspiraciones para lo futuro, Bolívar cree llegado el momento de resolver el problema cubano, que considera capital para el equilibrio político de América. Atento á la voz de algunos patriotas de la gran Antilla, que anhelan aprovechar aquellos momentos propicios para emancipar su país, concibe un gran designio. Quiere tocar á la vez los resortes de la diplomacia y esgrimir las armas de la guerra, para dar el golpe decisivo á la dominación de España, y coronar el sistema republicano de América. De acuerdo con Chile y después con México, propone la celebración de un congreso pan-americano en Panamá, uno de cuyos fines ha de ser el "el libertar á Cuba y Puerto Rico del yugo de España;" y, de acuerdo con los separatistas antillanos, prepara una gran expedición militar, á las órdenes de Páez, para invadir las islas y limpiarlas de españoles.

El proyecto de congreso encontró favorable acogida en uno de los más levantados espíritus de los Estados Unidos, en un grande amigo de los sud-americanos, en quien se encarnó por primera vez la idea de la solidaridad del Nuevo Mundo, para hacerlo fervoroso campeón de su libertad, lo mismo en las públicas lides del parlamento, que en las secretas porfías de la diplomacia. Henrv Clay se convirtió en el vocero elocuente del principio americano, que fundaba la constitución de los Estados en la soberanía del pueblo; y lo aplicaba en el caso de las nuevas repúblicas como un antemural á las pretensiones despóticas de la Santa Alianza. Para el gran orador, el congreso de Panamá ofrecía la necesaria ocasión de que el principio americano tomase forma concreta, y esa forma había de ser "la liga de la libertad humana en América." Pero si coincidía de esta suerte con el pensamiento fundamental del Libertador, no así en lo que tocaba á Cuba. El estadista americano creía necesaria una víctima propiciatoria, para asegurar la paz del continente: y esa había de ser nuestra patria. No era que la considerase más desligada de los intereses de su país que Jefferson ó Adams; al contrario. Iba más lejos que ninguno, al afirmar, como lo hizo en un despacho á Middleton, que "ni España tiene tan profundo interés, ni revestido de tan múltiples formas, en la suerte futura de Cuba, cualquiera que pueda ser, como los Estados Unidos." Pero él entendía firmemente que, dada la situación interior de su país, y lo intrincado del problema cubano en sus relaciones con las potencias extrañas, la única solución que entonces convenía á la que él representaba era el statu quo.

El proyecto de congreso había abierto salida á una formidable erupción del sentimiento, que dominaba toda la vida política de los Estados del Sur. Los esclavistas se habían aterrado ó indignado, porque en el programa del congreso se incluían el reconocimiento de Haití y, como ya he dicho, la emancipación de las Antillas españolas. Ante sus ojos espantados veían ya á Bolívar, levantando con un gesto los esclavos cubanos; y España se les presentaba como el dócil guardián de aquel rebaño de hombres. Bolívar éra la terminación, España la perpetuidad de la esclavitud africana. El Congreso federal en masa se revolvió furioso; las más tremendas invectivas, los más ominosos dicterios acompañaban la declaración terminante de que tocar á España en Cuba, era tocar en el corazón á los Estados Unidos. Mr. Hohnes, de Maine, pronunció la sentencia final: " Cuba y Puerto Rico deben permanecer como están." V Johnston y Berrien aseguraban que esa sentencia tenía detrás la sanción del poder militar de los Estados Unidos.

Clay no era esclavista, pero no podía desconocer la fuerza de los intereses suristas, dueños en realidad del Congreso de Washington. Por otra parte su idea primordial, era concertar la paz entre España y las antiguas colonias, para dar sosiego á la América, y para que la cuestión de Cuba saliese de esa fase peligrosa, y quedase reducida á las proporciones de un problema de política interna para los Estados Unidos, cuya solución podía perfectamente aplazarse. Desde antes de la agitación, tenía entabladas negociaciones con España, por mediación de Rusia, para que el gobierno de Madrid reconociese la independencia de sus colonias. El precio del contrato era la sujeción política de Cuba. Las instrucciones de Clay al ministro en San Petersburgo expresan, con claridad meridiana, todo el pensamiento de su gobierno en aquella época. El ministro debía asegurar á España: que los Estados Unidos no deseaban ningún cambio en las relaciones políticas de Cuba: que no verían con indiferencia que la Isla pasase al poder de ninguna potencia europea; que no deseaban la independencia de Cuba, porque no se podría mantener sino con dificultad, y porque las luchas consecutivas podían asumir el mismo terrible carácter de la revolución de Haití; y que en consecuencia, dada la existencia de la esclavitud en los Estados Unidos, tampoco se avenían á que la Isla fuese adquirida por Colombia ó México. España no se mostró sorda. Clay entonces intimó á Colombia y México que detuviesen la expedición contra Cuba, habló reposadamente de la posibilidad de desnudar la espada de Washington para rechazar la invasión de Bolívar, hizo brillar la esperanza de un próximo concierto, y Cuba fué sacrificada. La llave de la gran ergástula del mar Caribe quedaba en poder de España. Ya ésta sabía que mantener y fomentar la esclavitud africana en Cuba era asegurar su infame soberanía.

Pero los separatistas cubanos también habían aprendido su lección. Los arbitros de la suerte; de su patria no estaban en Madrid, sino en Washington. El auxilio que consideraban necesario para libertar su país, no debían buscarlo en Venezuela ó México, sino en las Carolinas ó Luisiana. Su política cambia por tanto de orientación; una nueva idea se va abriendo secretamente paso y comienza su sinuosa carrera, la de la anexión. No hay período más oscuro, en la historia del espíritu cubano, que todo el que corre entre la frustrada invasión de Páez y las invasiones tan trágicamente terminadas de Narciso López. Y sus sombras se hacen más densas, cuando se quieren buscar los hilos de las tramas diplomáticas que durante todo ese tiempo se tejieron y destejieron con motivo de Cuba.

España se sentía cada vez más débil; y su flaco espíritu y su duro corazón no le sugerían otros remedios, que remachar las cadenas de Cuba, á quien podía pisotear impunemente, é intrigar con las potencias, con quienes no podía medirse, para contraponerlas y hacer que en la pugna se neutralizacen sus esfuerzos. Trató con Inglaterra la supresión de la trata, teniendo el propósito de inundar nuestra Isla de africanos, para favorecer aparatosamente su política humanitaria, adversa á los interesados propósitos de los suristas americanos. Y cuando se vio amenazada de que una escuadra inglesa viniese á hacer bueno su derecho de impedir la piratería de los negreros, apoderándose de Cuba, volvió la vista á Washington, y aparentó poner fácil oído á las sugestiones de Polk y Buchanan. Cuando creyó conveniente asustar ó irritar á nuestros poderosos vecinos, anduvo paseando á Cuba por los mercados de Europa; y ya la ofrecía en venta á Francia, en la época de María Cristina, ya á la Gran Bretaña, en tiempos de Bravo Murillo. Abolicionista, cuando intrigaba en Londres; esclavista, cuando intrigaba en Washington, buscaba apoyo en América, para mantener la nefanda institución en Cuba, y apoyo en Europa, para que le defendiese á Cuba contra América. Sabía que Francia é Inglaterra, bajo cuya tutela se ponían sin empacho sus partidos dominantes, tenían sus miras en la gran colonia, y de esas procuraba y lograba hacer escudo para su inicua dominación.

Estos manejos hubieran sido claros hasta para los ciegos, y los Calhoun, los Slidell, los Polk, los Buchanan no eran ciégos ciertamente. Si el interés del Sur, que era para ellos el de los Estados Unidos, estribaba en 1825 en mantener la situación de Cuba, la política voltaria de España, las imposiciones de Inglaterra, los designios de esta potencia y de Francia, el descontento cada día mayor de los cubanos, las aspiraciones de muchos propietarios de Cuba, y por último la anexión de Texas, habían dado forma muy clara al interés del Sur en 1848. Los tiempos parecían ya estar próximos. La buena nueva era la incorporación de Cuba. Calhomn lo decía casi sin ambajes en el Senado. Cuba era un factor indispensable de la seguridad de los Estados Unidos. Podía estar en poder de España ; pero de sus manos había de pasar á las de la federación. El senador Slidell no quería aguardar la herencia, y pedía á la Cámara alta que se iniciasen negociaciones para comprar á Cuba por treinta millones. El Presidente Polk era más rumboso, ofreció cincuenta, dispuesto á llegar hasta cien.

En ese punto crítico, nos importa advertir que mientras por una parte el gobierno americano y los estadistas más influyentes reconocían sin embozo su deseo de anexarse á Cuba, por otra veían con señalado disgusto los propósitos y los planes de los cubanos de llegar á la anexión por medio de la guerra. El pueblo americano y algunos de sus políticos favorecían al partido cubano militante; la Administración seguía otra línea de conducta, para llegar al mismo fin. Su propósito era negociar con España, y adquirir á Cuba por medio de un contrato, como había adquirido la Luisiana y la Florida. Así se explican la flojedad del gobierno de Washington ante la horrible carnicería de los compañeros de López, la proclama del Presidente Taylor, al empezar la agitación separatista, y la actitud diplomática de Fillmore y sus secretarios de Estado, Daniel Webster y Everett, cuando los sucesos se desarrollaron hasta llegar á las invasiones y la catástrofe final. No era naturalmente el temor á España lo que detenía á los estadistas americanos. El obstáculo que los paralizó estaba, como otras veces, en París y Londres. Prefirieron consentir el sacrificio de los arrojados invasores y dejar entibiar el fervor anexionista de los cubanos; sin perjuicio de mantener incólume su designio ya declarado, y esperar la primera ocasión de realizarlo.

La ocasión se presentó por sí misma y bajo los más risueños auspicios. Estalla una gran guerra en Europa; y las dos viejas rivales, Inglaterra y Francia, se van de brazo á combatir por los turcos en Crimea. Un nuevo pronunciamiento en España se eleva á los honores de revolución, por la incapacidad del gobierno y la indiferencia del pueblo. O'Donnell subleva unos cuantos regimientos en Madrid, y después de la refriega de Vicálvaro, donde no se sabe cuáles son los vencedores, ni cuáles los vencidos, triunfa al cabo, más que el principio de los sedicientes liberales, el asco que inspira una corte corrompida. Mientras se deshace la situación sostenida por los moderados y comienza á consolidarse la traida por los flamantes revoluciónanos, entre quienes hombrea ya Cánovas del Castillo, la perturbación domina á España y afloja aun más los resortes de gobierno.

Los Estados Unidos creen llegado el momento de obrar con resolución. Y en efecto ponen manos al asunto, con tal brío y franqueza que el asombro es general. El Presidente Piérce envía á Mr. Soulé, de Luisiana, á la Corte de España, para que trate sin levantar mano, de adquirir por compra la isla de Cuba. La negociación debe seguirse en los términos más amistosos, haciendo ver á España la conveniencia mutua de realizar el contrato, pero inculcando en el ánimo de su gobierno que los Estados Unidos necesitan á Cuba para su futura seguridad y están resueltos á obtenerla. Poco después resuelve el gobierno de Washington reforzar las gestiones del enviado en Madrid, con el consejo y los avisos de los representantes americanos en Francia é Inglaterra, y le notifica que debe reunirse y ponerse de acuerdo con ellos, para llevar adelante las negociaciones "en Madrid, Londres y París." Soulé se reúne con Buchanan y Masón en Ostende y después en Aquisgram, y allí redactan el memorable documento, que se ha llamado Manifiesto de Ostende. Era una intimación á España, y la respuesta publica y perentoria al deseo y á la invitación de Francia é Inglaterra, de que los Estados Unidos se comprometiesen con ellas á garantir á España la posesión de Cuba.

La sustancia de esa famosa declaración está contenida en dos proposiciones: "Los Estados Unidos deben comprar á Cuba sin pérdida de tiempo. Esa venta redundará en gran beneficio del pueblo español." Las razones que alegan los ministros para justificar el primer extremo son el resumen de cuanto habían pensado y pensaban los estadistas americanos respecto á Cuba en sus relaciones con los Estados Unidos. Señalan las ventajas de Cuba para el comercio y defensa de la Unión y los peligros á que la expone su población heterogénea y el mal gobierno de España. "Cuba ha llegado á ser para nosotros, dicen, un peligro incesante y permanente causa de ansiedad y alarma." La pintura que hacen del desgobierno español en Cuba es tan sombría como exacta. En el fondo se ve asomar el lívido espectro de la anarquía. La conclusión es que ha llegado la hora de que los Estados Unidos debaten el nudo ó lo corten. Si España resulta sorda á la voz del interés y se ampara de un obstinado orgullo y falso pundonor, los Estados Unidos, en virtud de la ley de conservación, tendrían el derecho de arrebatarle á Cuba; por la misma razón, dicen los ministros "que justificaría á un individuo que echara abajo la casa de un vecino, donde se ceba un incendio."

El manifiesto ha sido considerado siempre un documento singular. Antes de Bismarck, sería difícil encontrar en los anales diplomáticos otro caso de su índole. No es posible llevar más lejos la franqueza, en estos asuntos. Si se compara con el despacho en que Buchanam, como secretario de Polk, autoriza á Mr. Saunders para negociar con el gobierno de España sobre la misma base de la compra, se ve que la argumentación es casi la misma, pero el tono es diverso. Buchanam señala los peligros que corre la Metrópoli por el espíritu revolucionario de los cubanos, pero no amenaza con el despojo. Polk quiere solo comprar, y comprar lo más barato posible. Es verdad que entre el despacho de Buchanam y el manifiesto de los tres ministros había mediado la intervención desembozada de Francia é Inglaterra. M. Turgot había asegurado que Francia jamás vería con indiferencia que otra potencia poseyera á Cuba, excepto España. Lord Malmesbury había hecho idéntica declaración respecto á Inglaterra. Y uno y otro habían querido atar las manos á los Estados Unidos. Los espíritus resueltos, como el de Soulé, creían llegada la hora de contestar de una vez para siempre, resolviendo el conflicto, cuando los aliados estaban demasiado entretenidos frente á los bastiones de Sebastopol.

Pero aquí ocurre una de esas peripecias, que casi dejan á oscuras á los que ven como espectadores el escenario diplomático. Los misinos que habían enviado al belicoso ministro con instrucciones claras y precisas, en que no se excluía ni la posibilidad de llegar á las amenazas, reciben el memorándum con cierto desvío y lo contestan con estudiada frialdad, recomendando pausa, estudio y temperamentos que no obligaran á una ruptura. Mr. Marey había guardado la pluma con que escribió las instrucciones, y sacaba la de Buchanam y Everett. El que tenía tanta prisa pocos meses antes, consideraba ahora que podía no haber llegado aún el tiempo de estrechar á los gobernantes españoles. En sus cartas confidenciales rechazaba toda conexión con la que llamaba entonces doctrina de rapiña. Soulé se sintió tan despechado, que presentó en el acto su dimisión, y las negociaciones quedaron cortadas, casi al iniciarse.

Entre tanto la atmósfera política se aclara un poco en España; las dos potencias que le sirven de tutores vuelven de Oriente con los laureles del triunfo; mientras en los Estados Unidos los sucesos interiores se complican, las pasiones se exacerban y se comienzan á percebir los truenos subterráneos que anuncian el cataclismo. Douglass, el hombre del destino manifiesto, en cuya bandera se puede leer con grandes caracteres la palabra anexión, es derrotado en las elecciones presidenciales de 1856. James Buchanam es presidente, pero su fervor de Ostende y Aquisgram se ha entibiado mucho. Cuando llega el caso, afirma su deseo de adquirir á Cuba ; pero no parece asustarle la amenaza de su colega Soulé, cuando decía sarcásticamente que los que esperaban que la fruta se madurase podían dejarla podrir. En realidad, otro problema más premioso solicitaba toda su atención y todas sus energías. Los amagos de tempestad eran cada vez mayores; y por mucho tiempo Cuba y la América y el mundo iban á desaparecer de la conciencia del pueblo americano, mientras trepidaba su tierra, bajo los pies de ejércitos más formidables que los de Jerjes, y bamboleaba en sus cimientos la gran fábrica nacional.

De la tremenda lucha de aquellos dos terribles hermanos enemigos, resurgió la Unión, manando sangre, pero entera y altiva. Según La frase de su poeta Lowell, el que había, sido hasta entonces un gran país, se alzó sobre la tierra gran nación. Adquirió un alma, una conciencia nacional. Sin acudir á hipérboles poéticas, es lo cierto que las ideas americanas se habían modificado. Su política externa cambió al menos de forma; y respecto á Cuba cesó de ser agresiva en el tono y en los procédimientos. Lo que había, empezado por .ser una medida de guerra, la emancipación de los esclavos, se troco al fin en un gran acto de reparación y humanidad. La esclavitud no existía en el Sur. En cambio existía en Cuba. La fuerza de atracción se cambiaba ahora en Fuerza de repulsión. España que había favorecido locamente á los confederados, se encontraban al cabo con que el triunfo del Norte le concedía un nuevo respiro. La nefanda institución era una vez más arma y escudo en sus manos. Pero si el peligro externo había desaparecido por entonces; el interno era cada vez mayor. Su política obcecada, rapaz y cruel había colmado otra vez la paciencia de los sufridos colonos. Una insurrección formidable estalló en octubre de 1868 en el departamento oriental de Cuba, y en pocos meses se extendía á las tres cuartas partes de la Isla. El problema cubano volvía á plantearse para los estadistas de Washington.

La sublevación de una colonia americana trae siempre, al primer plano, quiéranlo ó no los diplomáticos, los principios políticos en que descansan todos los Estados del Nuevo Mundo. El derecho de insurrección, para emanciparse de un poder externo que es ó ha llegado á ser tiránico, forma la base de todas las constituciones de América. Si los Estados Luidos querían ser consecuentes con el espíritu de la doctrina, que les había dado las hegemonía moral en América, el apoyo de su influencia no debía faltar á Cuba, en armas contra su Metrópoli. En documentos oficiales habían señalado y condenado la tiranía de España en Cuba. Sabían pues qué el derecho y la razón estaban de parte de los cubanos. Durante el primer año de la revolución, la conducta del gabinete de Washington se ajusta á esos antecedentes, como si volviesen á su espíritu las ideas de Jefferson. Sino la anexión, la independencia. El representante del gobierno revolucionario de Cuba, Morales Lemus, es acogido con agrado en Washington. El Secretario de Estado, Mr. Fish, le reconoce desde el primer momento su carácter de agente autorizado, y entabla con él verdaderas relaciones oficiales. Con él conviene un plan de mediación de los Estados Unidos entre España y Cuba, sobre la base de la independencia y mediante el pago de una indemnización. El general Sickles recibe el encargo de desarrollarlo en Madrid; y durante largos meses se prolongan las negociaciones, con retinada malicia por parte de los ministros españoles, con singular candor por parte de los políticos americanos, que se encuentran al fin chasqueados, mientras España rompe en una de sus estudiadas manifestaciones belicosas de fuegos de artificio.

La consecuencia inmediata es un súbito cambio de frente de la Administración. El mismo gobierno que en agosto de 1869 apremiaba al de España, para que reconociese la independencia de Cuba, porque "la voluntad de la mayoría de los cubanos" estaba por la separación; en junio del año siguiente, sin que la guerra hubiere abatido su fuerza, no encuentra en los cubanos condiciones para reconocerlos siquiera como beligerantes. El mismo Mr. Fish, que había escrito los despachos apretando á Silvela y Prim, es el que detiene la mano al Presidente Grant, que iba á firmar la proclama de beligerancia. El redacta el mensaje de 13 de junio de 1870, con que se paraliza la acción del Congreso. Y él escribe en 14 de julio el informe al Presidente, en que manifiesta que la política de los Estados Unidos debe ser esperar que, por la retirada voluntaria de los gobiernos europeos, América sea completamente americana. No desautoriza, antes la afirma, la doctrina de que las colonias han de llegar á ser independientes; pero en el caso de Cuba, que estaba demostrando, y él lo había reconocido, su resolución de emanciparse, optaba por cruzarse de brazos; aguardando sin duda la retirada voluntaria de España.

Mucho tenía que esperar. En diciembre de 1875 la revolución continuaba en Cuba; España continuaba haciendo desesperados esfuerzos por someterla con las armas y con la crueldad más desapoderada. Mr. Fish, sin embargo, hace que el presidente de los Estados Unidos repita, con más énfasis, sus afirmaciones anteriores. La guerra es asoladora; España no adelanta en la obra de pacificación; pero los cubanos no reúnen las condiciones necesarias para ser considerados como beligerantes. Los Estados Unidos sufren con la prolongación de la lucha, que han presenciado con extrema paciencia. Esta podría agotarse. España debe tenerlo en cuenta. En este documento lo de mayor importancia, para el estudio actual, es la declaración explícita de que los Estados Unidos tienen el derecho de mediar ó intervenir; y que si no lo han hecho es por demostrar su absoluto desinterés. Al año siguiente, la paciencia de Mr. Fish se ha agotado. Intima á España que si la guerra no termina en breve, los Estados Unidos intervendrán. España resuelve hacer un supremo esfuerzo, acompañado de un cambio de política. Martínez Campos va á Cuba, suaviza un tanto los bárbaros procedimientos de los soldados españoles, hace vagas promesas, y aprovechando la fatiga y la desesperación de los patriotas exhaustos, concierta la paz, que detiene el brazo de los Estados Unidos.

Éstos han sacado á salvo el principio á que parecen adherirse después de la guerra de secesión: el de su derecho á ser considerados parte en todo conflicto cubano. Cuba está dentro de su esfera de influencia. Además Cuba es una dependencia comercial suya. Esperan que España no olvide las lecciones tan dolorosamente aprendidas, y que reconozca este hecho capital. Como lo ha reconocido España, la historia de los últimos tiempos lo dice con elocuencia. Ha pactado con los Estados Unidos cuando no lo ha podido evitar, por coerción abierta, y ha roto el pacto tan pronto como ha tenido oportunidad y pretexto. Si con ello sufrían intereses vitales de Cuba, eso no ha importado á España. Entre tanto los Estados Unidos parecían conformes; y la cuestión de Cuba, esa cuestión tan esencialmente americana, según el parecer de sus estadistas, había desaparecido más allá del horizonte visible.

La irrepresible ansia de libertad de los cubanos la ha hecho surgir de nuevo. Cuba está otra vez peleando con España por su independencia. La política de la actual Administración americana no ha hecho más que copiar la de Grant, sin mostrar siquiera el deseo que animó á ésta en sus primeros tiempos, por conseguir nuestra independencia. Los mensajes de Mr. Cleveland parecen calcados en los que escribió Mr. Fish; pero su política, á lo menos en lo externo, es mucho más tímida de lo que lo fué la del secretario del general Grant. Con inconsecuencia patente, mientras reconoce que la actual revolución es la más formidable que ha presenciado nuestro siglo, y ha realizado en menos tiempo mucho más que la anterior, pretende que los patriotas reconozcan aún la soberanía de España. Los buenos oficios de los Estados Unidos, de la nación que ha enseñado al mundo la práctica del gobierno propio, se brindan para traer un concierto, que deje Cuba dependiendo de España. Lo único que el Presidente quiere sacar á salvo es el derecho de su nación á intervenir para resolver el conflicto.

No pretendo leer en el fondo de las conciencias, y ya dije al principio que los caminos de la diplomacia son tortuosos y sus procedimientos amañadamente oscuros. Este estudio no era, por tanto, para sacar conclusiones, sino para exponer hechos. El que resulta de cuanto hemos recordado, volviendo la vista hacia atrás, es que para los hombres de gobierno de los Estados Unidos la suerte de Cuba es asunto de vital importancia, casi tanto como la de cualquier estado de la Unión. Pero que mientras en un tiempo resolvían el problema procurando su incorporación en este grande organismo político; después han dado aparentemente de mano esa idea, y se han limitado á vigilar á Cuba, á estrechar con ella sus relaciones comerciales, y á afianzar su derecho á un protectorado de índole especial, que respeta la organización política de la Isla. Así nos encontramos, en este momento de crisis angustiosa, no ante una afirmación categórica, que podamos medir y si es necesario contrarrestar y desafiar; sino ante un pensamiento vago, indefinido, casi intangible, que se nos pone delante, no sabemos si como roca firme, que ofrece punto de apoyo sólido ó como tierra movediza, que esconde un abismo, porque, roca ó abismo, los envuelven las tinieblas.

Por suerte hay para nosotros una luz, que brilla por encima y no á lo lejos. Los pueblos como los individuos tienen, en sus horas de prueba, un recurso supremo: contemplar fijamente su deber, y cumplirlo, aunque caigan cien veces, aunque, caigan para no incorporarse más. Nuestro deber es hacer libre á Cuba.

 


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