QUINTÍN BANDERAS
CAPITULO PRIMERO
SUMARIO.- Terror en Matanzas, en 1895.—Un hombre bueno con fama de hombre malo.—Primeros años de Quintín Banderas.—Sus viajes fuera de Cuba.—Sus primeros oficios.—Sus primeras manifestaciones de patriotismo.—Quintín Banderas y Donato Marmol.—Su incorporación á las fuerzas de éste, en 1868.
A principios de la segunda guerra de Cuba contra España, guerra por la cual quedó la Isla libre del largo dominio español, se extendió el terror entre las familias de Matanzas, la bella ciudad de los dos ríos. La causa fué porque se corrió, con algún viso de verdad, la noticia de que Quintín Banderas entraría en la ciudad de un momento á otro; agregando, los dominados por el miedo, que venía con el propósito de arrasar con cuanto encontrara á su paso.
Quintín Banderas, era uno de los Generales más valientes que figuró en esa guerra, habiendo peleado con igual denuedo en la famosa de los diez años, siendo aún muy joven. De color negro obscuro, y continente altivo, defendió con fanatismo la idea de Libertad para su patria; pero honrado y abrigando en su alma noble y generosa sentimientos elevados, jamás fué inhumano. Si bien peleaba como un león contra los que juzgaba enemigos de su patria, era como un niño de alma tierna para enjugar las lágrimas del desgraciado. Sin embargo, á su solo nombre, temblaban las mujeres, que á su vez infundían el terror á viejos y niños.
Nació el noble guerrero en Santiago de Cuba, en el año de 1833.
A los once años intentaron sus padres dedicarlo al oficio de albañil; pero se negó á ello. Lo mandaron entonces á trabajar al campo, á donde él quisiera, por no contrariar su carácter, inclinado á las aventuras. Su placer era leer, aunque con dificultad, historias de guerras. Esta inclinación al deseo de saber lo que pasaba más allá de la villa del Cobre, donde estaban establecidos sus padres, lo llevó á embarcarse en un buque de la trasatlántica española, que se detuvo en Santiago de Cuba, para cargar carbón. Su espíritu inquieto desde la primera juventud, lo lanzó á cruzar los mares con el corazón alegre y lleno de esperanzas.
Algunos años pasó Quintín en ese y en otros buques, corriendo aventuras y captándose el cariño de sus compañeros de viaje, hasta que, reclamado por su madre á la Auditoría de Marina, volvió al Cobre á dedicarse de nuevo al oficio de albañil; pero esperando su imaginación fogosa algo que estaba reservado para él. Ese algo era la fama, la gloria. Efectivamente, el año de 1868, pasó el poco después General revolucionario Donato del Marmol por la ^ finca donde trabajaba el inquieto y entusiasta Quintín, y á la segunda ó tercera entrevista que tuvieron, se identificó tanto Marmol con aquel joven, que en seguida contó con él para sus planes de levantamiento. Comprendió que aquel hombre estaba dispuesto á dar su vida por la patria. Y así fué, en efecto. Meses después se unió Banderas á las fuerzas de Marmol, confiándosele por éste una comisión importante en seguida, pues su valor y seriedad fué comprendido en el acto por tan ilustre jefe. La comisión fué realizada con gran éxito y comprendieron todos sus compañeros en el campo que estrechaban la mano de un héroe extraordinario.
Tomó parte, después, en el famoso ataque de la villa del Cobre y fué el que salvó la expedición del General Thomas Jordán, cuando fué a las playas á recibir á este ilustre militar americano.
Era el General Quintín Banderas noble y generoso. En su cerebro no nacían más que ideas puras y honradas. En su corazón cabían sólo sentimientos elevados.
El deseo de ver libre á su patria no lo abandonaba un solo instante. ¡Qué hombre tan distinto á aquel que pintaban muchos en tiempo de la guerra, sediento de sangre humana, persiguiendo mujeres y niños y llevando en la nariz y las orejas grandes argollas, como los salvajes en medio de los bosques! ¡Qué hombre más distinto! Pero la imaginación de los pobres de espíritu y el desconocimiento, más que todo, de quién era el hombre, hicieron que se llegaran á creer esas cosas abominables.
Después de la guerra, muchos que tanto le habían temido, y muchos que combatieron valerosamente contra él, pudieron apreciar las bellas prendas que adornaban al insigne caudillo y estrecharon su mano con efusión sincera y grande.
Banderas, era un carácter dulce. No podía ver llorar á un niño. Lo tomaba en sus brazos y lo acariciaba y en numerosas ocasiones dio cuanto tenía á mujeres pobres y abandonadas, guiándole sólo al proceder así, sus sentimientos altruistas. ¡Pobre Quintín Banderas! ¡Cuan grande fué y cuan desgraciado!
¡Así es la suerte, la mayoría de las veces, con los hombres de valer extraordinario! Parece que el dolor es compañero del hombre de mérito siempre.
CAPITULO SEGUNDO
SUMARIO.- Asesinato de un joven en Matanzas.—Un idilio que termina y un matrimonio que empieza.—El amor y el dinero.—El crimen se atribuye á cuestión política.—Alberto, el criado del marido celoso, se incorpora á las fuerzas de Banderas.—Persecuciones del Gobierno en las ciudades.—Los revolucionarios en Marianao.—Coincidencias.—Banderas y el pueblo de Marianao.
Una mañana de Agosto, en los momentos en que la iglesia mayor de Matanzas tocaba el Ave María, dejando oír vibrante el acompasado son por toda la ciudad como para recordar a los fieles la oración matutina, despertaron asustadas las familias todas, porque al solemne toque se unían pitos de auxilio y voces de alarma.
Ya se abría, con ruido, un postigo, dejando ver el rostro de una niña azorada; ya se asomaba á una puerta, medio abierta, una grave matrona, aterrada, preguntando al pueblo, aglomerado, el por qué de aquella alarma.
—¿Qué pasa...? ¿Qué sucede...? ¿Qué horror nos amenaza?...
El lechero que en aquellos momentos se acercaba á la casa, y que era un barbudo campesino, exclamó, emocionado como un niño:
—¡Ay, señora; una tremenda desgracia!
—¿Llegó el negro?—preguntó la señora aterrada, pensando en su marido, que era un español recalcitrante, y á quien veía ya sin cabeza.
—No, señora, no es nada de eso,—contestó el buen hombre.—Es que han matado á Manuelito Montes. El mar echó á tierra su cadáver, como esperaba, sin duda, el autor del crimen. El pobre joven ha sido reconocido, á pesar de la descomposición en que se encuentra su cuerpo.
—¡ Dios mío!—gimió la señora, con las manos en la cabeza.— ¿Cómo ha sido eso? ¡Pobre madre!—Y envolviéndose en un chal, corrió hacia la casa de la atribulada familia de Montes, recogiendo a las amigas que encontraba á su paso. Los sollozos de todos, se comprendían, pues aquel horrible hecho, no sólo había recaído en un joven muy querido y lleno de méritos, sino perteneciente á una de las principales familias matanceras.
Entre las personas que, al saber la desgracia, rodearon á la desventurada madre, se destacaba la distinguida figura de Marta Pineda, mujer de unos treinta y cinco años, pero aún hoy bella. De pie, contemplando el cadáver de su amigo y con el rostro bañado en lágrimas, murmuraba á media voz, creyéndose sola:
—¡Ay, Manuel! ¡Bien me lo temía! Espero que no costará trabajo á la justicia averiguar quién ha sido tu asesino.
Don Esteban, tío de Manuel, se había acercado, sin que Marta lo notara, y como oyera sus palabras, le preguntó intrigado:
—¿Está usted enterada de algo, Martica?
—¿Yo...? De nada.
—Como le oí decir...—prosiguió Esteban.
—Me ocurrió la idea del suicidio, recordando que Manuel estaba siempre triste.
—Eso no;—replicó Esteban.—Los médicos aseguran que ha muerto de una puñalada dada por la espalda, con tal justeza, que le atravesó el corazón; pero, Marta, dígame la verdad, vuelvo á creer que usted sabe algo.
—¡Qué he de saber, hombre de Dios!—contestó la Pineda, tratando de alejarse; pero el buen tío la sujetó por el brazo, diciéndole:
—Sí, señora; usted sabe lo de Quintín Banderas, y como era la íntima amiga de Manuel, debe saber también si estaba ó no comprometido en política.
—Qué desviado vas,—decía Marta, para sus adentros, moviendo la cabeza.
—Oiga, Marta,—insistía el tío Esteban.—El Gobierno ha quitado a Manuel del medio y se temen otras atrocidades, porque el negro está en puertas, y tiene noticias de que algunos se van con él.
Marta lo miró con tal aire de lástima, murmurando: "¡Está loco!'' que le hizo decir á Esteban:
—¿No me cree usted? No sabe usted los nombres de todos los que piensan unirse á Quintín Banderas, abandonando sus hogares para ir á una guerra desastrosa. Sin más, le diré, Marta. Esta mañana ha desaparecido Alberto, el mulato de Pérez, es decir, la mano derecha y el confidente de Pérez.
Marta no pudo contener un grito de asombro que hizo decir al tío:
—Parece que me va usted creyendo; pues, oiga: con reserva se me ha dicho—agregó muy bajo—que cuando se termine el entierro, vendrán á registrar esta casa, y estoy seguro que la de usted también;—pero Marta no lo oía ya, abrumada por sus pensamientos.
El joven Manuel Montes, que yacía atravesado por el puñal que le quitó la vida, era un mancebo valiente y hermoso.
Dejó su ciudad natal para establecerse en la Habana, contrariado por una historia de amores; pero la muerte de su padre lo obligó á volver, para ponerse al frente de los negocios, algo embrollados por una guerra que, al desarrollarse, se hizo tan fuerte. Quince días después del crimen, nada se había averiguado. La justicia daba carreras de un lado á otro, haciéndose repetir los comentarios, y en-* marañando el asunto cada vez más. Las personas, aterradas por las prisiones, emigraban las que podían, y las que no, se encerraban en sus casas, ó se unían á Quintín Banderas. Ya nadie dudaba de que Manuel estuviera comprometido á ingresar en la partida de Quintín Banderas; conviniéndole al Gobierno hacer creer que la alevosa muerte era resultado de un crimen; cosa fácil, pues muy lejos se encontraba el General Banderas de Matanzas y aún lo veían surgir en cada esquina ó por los alrededores de la ciudad.
La familia de Manuel se veía aislada: sólo la noble Marta Pineda llevaba á la pobre madre palabras de consuelo. Las dos se comprendían, y estaban seguras de que para nada tenía que ver Quintín Banderas en el asunto. La pobre madre decía á su buena amiga, por décima vez:
—Cuéntamelo todo, Marta: ¿tú estás segura que no se hablaron la noche del baile?
—Segura—contestó Marta.—Ni un momento se separó Manuel
de mí; se miraron, sí, y yo le decía que no fuera imprudente y le
instaba para dejar el baile, porque me parecía que sufría; pero él
no quiso hasta que no vio á Lola alejarse, yendo de brazo con su
marido. Yo no quise dejarlo solo, y por eso volví á mi casa tan
tarde. Pero te juro, amiga, que desde ese día vivía intranquila por
Manuel.
—¿Por qué no me lo advertiste, Marta?—decía entre sollozos desgarradores la infortunada madre. Yo hubiera obligado á Manuel á volver á la Habana.
—Manuel me había prohibido hablarte de eso. Bien me pesa haberle obedecido. Y la noche que fué Alberto, el mulato de Pérez, á buscarlo á casa, y que fué la última vez que vi á tu hijo, me hizo jurar que nada te diría. Se me ocurre una cosa, amiga mía, vamos á llamar á un abogado, contarle nuestras fundadas sospechas, y vengar á Manuelito.
—¡Vengar!—exclamó la madre de éste,—¿me devolverían, acaso, á mi hijo...? Además, Marta, Pérez es poderoso y hoy nadie se ocupa más que de la guerra. No hay abogado que se atreva contra Pérez; lo declararían, si tal hiciera, insurrecto y lo fusilarían ó desterrarían á Fernando Poó.
En aquellos días las prisiones eran continuas; iban en aumento. Los atropellos se sucedían, á pesar de que Quintín Banderas, .aunque algo lejos de Matanzas, tenía su campamento en las cercanías de Marianao, muy cerca de la capital, y se estaba poniendo en condiciones de castigar todos esos desmanes. En Marianao se estableció, al terminar la guerra, un gran núcleo de fuerzas cubanas. En Marianao, se verificaron las entrevistas, ocho años después, entre los revolucionarios de Agosto y Mr. Taft y Mr. Bacon, que vinieron á poner paz, ¡qué triste es decirlo! entre hermanos. Y por Marianao pasó el pobre Quintín Banderas cuando fué á la guerra de Agosto, pocos días antes de su desgraciada muerte. ¡Cuántas coincidencias!
CAPITULO TERCERO
SUMARIO.- La belleza incomparable de Matanzas.—Los ríos San Juan y Yumurí.— Los puentes de la ciudad.—Las Cuevas de Bellamar, el Pan, el Abra, el Estero, el Valle del Yumurí.—El pintor Graner y Matanzas.— Ver salles.—Una quinta encantadora.—La mujer espiada por el portero.—El amor y el lujo.—Una flor humana que se marchita por un amor desgraciado.
La Atenas de Cuba, como la llaman, con razón, sus admiradores, es superior en belleza á las otras ciudades de Cuba. Pruebas de esta afirmación: las Cuevas de Bellamar, El Pan, el Abra, el Estero y el incomparable Valle de Yumurí. Encierra innumerables maravillas Matanzas, y, la principal, es la hermosura singularísima de sus mujeres. La poética ciudad se levanta risueña entre dos hermosos ríos: el San Juan, poderoso, y el dulce Yumurí, rodeados de un hermoso panorama que encanta la vista y ensancha el espíritu. Así lo ha dicho, hace poco tiempo, el famoso pintor español Graner, asombrado ante el espectáculo sublime del Valle de Yumurí.
Ellos inspiraron á Milanés, el dulce poeta matancero sus más bellas composiciones. ¿Quién no ha leído "De codos en el puente," del insigne poeta matancero?
El "San Juan" ostenta un formidable puente de mampostería que permite el tráfico al comercio, sobre todo, á quien presta gran utilidad. Por debajo de sus sólidos arcos, se deslizan importantes embarcaciones conductoras de los productos de Matanzas y sus comarcas vecinas. El Yumurí corre alegre y risueño del otro lado, y su elegante puente da acceso á un barrio cercano de la ciudad, llamado Versalles; pueblo originalísimo por su vista al mar, y al majestuoso y largo paseo de pinos que existe á sus orillas. En un espacio grande de terreno, fértil como todo el de Cuba, cubierto de verdes yerbecillas y pequeñas flores rojas, se extiende del otro lado de los pinos. Había, por entonces, allí, una gran quinta. La casa era de construcción sencilla • pero grande. Lo espeso de sus muros, la anchura de sus ventanas, algo alejadas unas de las otras, indicaba que fué fabricada en época lejana. No se notaban en su arquitectura los refinamientos de la moda que dan hoy tanto realce á nuestras fábricas. Sin embargo, aquella casa no era triste; tanto esmero se había tenida en darle vida y alegría. Una gran reja de hierro la encerraba; pero también encerraba el más delicioso jardín. Allí se habían reunido las flores más lindas que crecen en Cuba, y las que, venidas de lejanas tierras, se erguían frescas y lozanas, como si quisieran competir en belleza. Las enredaderas de rosas blancas trepaban con gracia por las ventanas, como para coronarlas, dejando entrar por los anchos huecos su delicioso perfume. Aquel jardín, era un verdadero parque. Los árboles más bellos formaban preciosas avenidas, y por una de éstas, se iba hacia la gran puerta que daba salida á la calle; pero antes de llegar á ella, había un pequeño pabellón de ladrillos que servía de habitación al portero.
Alegre y encantador era el exterior de aquella mansión; pero el interior era suntuoso. El dueño había hecho venir á un inteligente arquitecto extranjero y á unos tapiceros acostumbrados á decorar los palacios de los príncipes, abriéndoles su caja para todo lo necesario. Las galerías las habían adornado con el mayor lujo y refinado gusto. En los salones se colocaron, con exquisito arte, cuadros de los mejores pintores. El dormitorio encerraba cuanto de confort pudo inventarse, y en un pequeño boudoir que lo separaba del salón de recibo, habían empleado aquellos hombres todo su arte, toda su inteligencia, para hacer una verdadera maravilla.
En esa quinta, rodeada de lujo y de encantos, siendo objeto de una pasión que ella no compartía, languidecía la muy bella, la muy espiritual y buena Lola Ruiz.
Era la joven hija de padres nacidos en la opulencia, y cuyas creencias estaban arraigadas á la idea de que no existía verdadera felicidad, sin mucho dinero. Ellos habían obligado á Lolita á casarse con el millonario Ramón Pérez y romper su compromiso amoroso con Manuel Montes. El padre de Lolita quizá no hubiera tenido valor para llevar á cabo el asunto; pero la mamá era una señora llena de vanidad, terca y autoritaria. Lo que ella pensaba, era lo mejor; lo que ella decía, era lo único. Lolita que había heredado el carácter débil de su padre, y que desde niña estaba acostumbrada á obedecer ciegamente las Órdenes de su madre, escribió al prometido de su corazón, la siguiente carta:
"Adorado Manuel:—Todo ha concluido entre nosotros. Mi madre así me lo ordena. Dice que debo salvar á mi padre de la ruina y, quizá de la cárcel, porque siendo Ramón Pérez su acreedor por tal cantidad, que sobrepasa la fortuna de mi padre, sólo casándose conmigo se solucionaba tan triste situación. Perdóname. El destino lo quiera así. Sé feliz y en tu corazón, que me brindaba tanto amor, que no entre jamás el odio para Lolita."
La carta fué una puñalada para Manuel. Al día siguiente se embarcó para la Habana y por todos los medios trató de alejar de sí el recuerdo de Lolita; aquellos jóvenes de alma pura y sencilla, que habían nacido el uno para el otro, y que un abismo se interponía, de pronto, entre ellos, cuando más embriagados estaban en su amor.
Al principio del matrimonio de Lolita con Pérez todo, al parecer, marchaba bien. Lolita gozaba de completa libertad. Paseaba todos los días en su magnífico coche, arrastrado por hermosos caballos, luciendo ricos trajes y deslumbrantes prendas. Las amigas la visitaban á diario y muchas envidiaban su suerte, celebrando la previsión de aquella madre que con tanto talento, había preferido para su hija los millones á un modesto modo de vivir. Pero el Destino, implacable, preparaba su tremendo fallo.
El único rato en que verdaderamente respiraba con tranquilidad, la joven, era aquel en que, encontrándose sola, aprovechaba esos momentos para ir al jardín y hablar con las señoras, que parecían recibirla con amor; y como aquella desgraciada Gabriela de otra época, escribir en la corteza de un árbol preferido:
" Brisa suave y perfumada, si vas á la ciudad donde está el joven á quien amo, dile que muero de amor por él."
Cuando por la llegada de alguno se veía obligada á volver á la casa, se oprimía su corazón entre aquellos gobelinos y cortinas de riquísimo encaje.
Al cabo de un año se alarmó Pérez porque notaba que Lolita enflaquecía cada día, y lo notó a pesar de que la joven ocultaba con el mayor cuidado bajo un rosado artificial la palidez de sus mejillas. Los médicos aconsejaron á Pérez que la llevara á viajar; pero en época de guerra no era posible que el acaudalado comerciante se alejara de sus riquezas. Y él se decía: si no está enferma, ¿qué tiene?
Una terrible desconfianza se apoderó de aquel hombre que cada día estaba más enamorado de su esposa. La observaba sin cesar y la hacía espiar por su portero, Alberto, que era un mulato probado por él y en quien tenía completa confianza. Sin embargo, el fiel servidor, sólo pudo decirle que la señora, cuando se encontraba sola, bajaba al jardín y hablaba con las flores. Pérez ahogado por los celos, aprovechaba el sueño de su esposa para ir á registrarla todo, acompañado de Alberto; pero ni las flores, ni los árboles, la descubrieron.
Esta era la situación de aquel matrimonio cuando regresó Manuel á Matanzas. Pérez, al saberlo, rabió como un desesperado, repitiendo: "me ha engañado, lo siento aquí;" y se golpeaba el pecho. Varias veces había tratado de hablar á su esposa; pero ésta lo recibía con tanta ingenuidad que, con su actitud, evitaba la tormenta. Y Pérez temía perder el aprecio de aquella mujer, por la que daría su vida y su fortuna. Así pasaban los días.
Ya no salía Lolita á lucir sus trenes, sintiéndose cada día con menos salud; pero una mañana, no atreviéndose Pérez por más esfuerzos que hacía, á darle una orden de palabra, le escribió desde su oficina diciéndole que estuviera lista á hora indicada, porque el Gobernador daba un baile aquella noche y le exigía su presencia.
Quiere tenderme un lazo, pensó la joven, que comprendía muy bien lo que pasaba por su marido. Esa -es la vuelta de Manuel. Estaré alerta.
CAPITULO CUARTO
SUMARIO.- Un baile en el palacio del Gobernador de Matanzas.—Personas conocidas asisten á la fiesta, para no ser consideradas como enemigas del Gobierno.—La mujer de un comerciante rico enamorada de un joven de la buena sociedad.—El marido, después del baile, obliga á su mujer á dar una cita al hombre á quien ella quiere.—Venganza horrible.— Manuel Montes, el joven enamorado de la señora de Pérez, es asesinado por Alberto, portero de la casa de éste.—Lolita Ruiz de Pérez, entregada á un dolor desesperado.
Cuando deslumbradora de belleza entró Lolita en el baile, del brazo de su esposa, todas las miradas se fijaron en ella, levantando a su paso un murmullo de admiración; pero la joven no vio más que á Manuel sentado al lado de Marta Pineda, en un ángulo del salón. Marta vestía traje de raso negro y soberbio collar de perlas, recordando á la encantadora beldad, que años antes había ganado un premio de belleza. ¿Sintió Pérez temblar bajo el suyo el nacarado brazo de su esposa? ¿Sintió el rozamiento del hilo conductor que unía aquellas dos almas...?
Los salones de Palacio estaban esa noche completamente llenos. No hubo quien se atreviera a dejar de asistir á la invitación del Gobernador por miedo a señalarse como insurrecto. Allí se bailaba con la sonrisa en los labios y el corazón oprimido. La noticia de que Quintín Banderas llegaba de un momento a otro, a todos inquietaba y las noticias de la guerra y de las prisiones en toda la Isla, no daban, por cierto, deseos de bailar.
¡Cuánta mujer hermosa había en Matanzas por aquella época! ¡Cuánta elegancia en el vestir! Allí se codeaba la encopetada dama de orgullosa alcurnia, con la esposa ó hija de algún enriquecido; pero dominados el orgullo y la vanidad, por la difícil situación en que se encontraba el país.
Una joven bellísima, á quien llamaremos Estela, corrió hacia Lolita abrazándola con efusión, y le dijo:
—Lolita, por fin consienten mis padres, yo les hice comprender que me quitaría la vida antes que renunciar a Antonio. —Tú vales más que yo—contestó Lolita.
Y la aturdida joven se separó de ella para reunirse con su prometido. y ambos, entrelazados, se lanzaron alegres á bailar á los acordes de un vals.
Pocas eran las personas felices esa noche. Marta Pineda, pálida como las perlas que rodeaban su garganta, decía á su compañero:
—Vámonos, Manuel. Me hacen temblar los ojos de Pérez.
¿Crees que él no ve que no quitas los ojos de Lolita y que ésta te
mira sin cesar? Qué miradas te echa: son puñales brilladores. Vámonos. Manuel.
—No temas, mi buena Marta, no ofendemos á nadie con mirarnos.
Lolita, á su vez, sufría terribles angustias. Habíase negado á bailar con su esposo y sentía la constante vigilancia de aquel marido cuyas caricias eran dardos para ella, y á quien consideraba como el único obstáculo para su felicidad. Fué mía noche de tortura para todos. Sólo un momento se separó la joven de su esposo para dar una vuelta por los salones del brazo del Gobernador, y al pasar junto á Manuel, la mirada de ambos fué un poema de amor y desesperación. La expresión del semblante de Pérez, aterró á Lolita: jamás lo había visto así. El esclavo se volvió amo.
—Vámonos—le dijo con voz imperiosa. Y él, dominado por la rabia, y ella por el dolor, subieron al lujoso coche, y los soberbios alazanes les condujeron, velozmente, á la regia mansión.
Ni una palabra cambiaron por el camino: ella en el fondo del coche, cerraba los ojos, para seguir viendo a Manuel. El esposo tramaba sangrientos planes. Cuando se retiró la doncella, después de haber ayudado á su ama, á desprenderse de su traje de baile y sus adornos, sin haber logrado que le oyera la joven ninguna de sus preguntas, se presentó el marido iracundo. La deslumbrante belleza que arrancó murmullos de admiración, se había transformado. Pálida, con el cabello suelto y la cabeza caída sobre el pecho, podría creerse que iba á morir. Lejos de conmoverse Pérez ante tal cambio, creció su ira y dijo con voz que en vano trataba de contener:
—Bien sé, señora, que he sido engañado y esta noche me he convencido de la magnitud del engaño. Si no quiere usted que ese hombre muera á mis manos como un perro, escriba usted la carta que voy á dictarle y arrastrándola á una mesa y con terribles amenazas, la obligó á escribir á Manuel pidiéndole una entrevista.
—¿Qué se propone usted?—se atrevió á preguntar la infortunada joven.
—Quiero oír, sin ser visto, todo lo que hablen ustedes, para saber cómo he de vivir en lo sucesivo.—Dijo Pérez.
Y esperando que la Providencia hiciese comprender á Manuel que Pérez le tendía un lazo, escribió Lolita, al dictado del feroz marido la carta que atrajo á Manuel á la portería donde Alberto, cumpliendo el mandato de Pérez, enterró el alevoso puñal que privó de la vida al desgraciado Manuel.
No bien quedó sola la infeliz Lolita, cayó de rodillas ante la imagen de la Virgen, sollozando.
—¿Qué he hecho? ¿Será para bien? Será un lazo contra Manuel? ¡Piedad, Señora, para él, no para mí! Mi vida es un fardo abrumador. Ya no puedo más; ¡para Manuel, piedad para Manuel, piedad para Manuel! Crispada, inconsciente, la encontró la criada por la mañana. Llamó á Pérez, el cual con asombro de la servidumbre había pasado la noche en la portería con Alberto. El ayudó á la criada á ponerla en la cama, y dio orden de que la dejaran tranquila.
Satisfecho de la obra que había concebido le contrariaba el temblor y aflicción del mulato y á pesar de las dádivas mezcladas con amenazas de Pérez, Alberto, al cuarto día del crimen, desapareció, sospechando su amo que se hubiera tirado al mar. Y murmuraba éste sin remordimientos: "yo creí que era un espíritu fuerte."
Lolita despertó á la mañana siguiente, con la esperanza de que la Virgen hubiera oído su plegaria y hubiera hecho que Manuel no acudiera a la cita. Ella, permanecía encerrada en su boudoir y resistiéndose á tomar toda clase de alimento. Con el semblante entre las manos unas veces y otras torciéndose los dedos de desesperación al recuerdo de aquel marido cuya posesión brutal sufría con paciencia y de aquel amor de un hombre inferior, por quien no sentía el más pequeño aprecio. Era aquella una lucha diaria. Una ola de sangre venía á sus sienes, pues la pobre niña no veía en él más que al monstruo que destrozó su vida, ¡Horribles situaciones de la existencia! ¡Sangrientas decisiones del Destino!
CAPITULO QUINTO
SUMARIO.- Banderas en Santiago de Cuba.—Trata con heroísmo de rescatar el cadáver de Martí.—El enemigo esquiva los combates, después de sufrir varios ataques Banderas.—Alberto, el asesino de Manuel Montes, combate heroicamente y llama la atención de sus compañeros.—Es agregado á la escolta de Quintín.—Alberto confiesa á éste que tiene un remordimiento.—Nobles palabras del insigne guerrero.—Consejos sublimes.—Banderas practicaba la verdadera caridad cristiana.
Por esa época, se batía Banderas en Santiago de Cuba, valerosamente con las fuerzas de Jiménez Sandoval, para rescatar el cadáver de Martí. Sosteniendo terrible lucha en el camino real de San Francisco, cerca de Palma Soriano. El enemigo esquivaba la pelea para no perder la preciosa reliquia y a pesar de obligarles Bandera á una lucha de más de una hora, no pudo evitar la huida.
La lucha había sido terrible, Quintín Banderas, emocionado por la pérdida de algunos de sus soldados, muertos en la pelea, se hacía repetir los detalles y los nombres de los que murieron.
—Esos no querían morir—dijo un capitán allí presente, el cual tenía atravesada la pierna derecha por un balazo.—En cambio, el mulato que se agregó á nosotros en Matanzas, y que busca la muerte, exponiéndose á todos los peligros, ni el rozamiento de una bala le alcanza. ¡Qué hombre tan raro! Parece que lleva un peso en su conciencia. Es el primero en el peligro, y cuando ve caer a un compañero, corre á su auxilio, sin cuidarse de su persona; no tiene nada suyo, todo lo da; sin embargo, no me agrada estar á su lado.
Esta y otras versiones que oyó Quintín Banderas sobre el mulato, que no era otro sino Alberto, el portero del millonario de Matanzas, le hicieron pensar, guiado por su buen corazón, que era un desgraciado que sufría algún remordimiento cerca de él. Lo mandó á llamar, y entre otras cosas le dijo que desde ese día quedaba agregado á su escolta. Se quedó asombrado de la variación en la fisonomía de aquel hombre a quien no había vuelto á ver de cerca desde el día que lo admitió á formar parte de sus soldados. Se convenció de la certeza de las palabras del capitán, y se propuso observarlo y aliviar su pena en lo posible. Alberto había envejecido diez años; y el aire de espanto que algunas veces se le notaba como si lo persiguiera alguna visión, era lo que había llamado la atención de sus compañeros.
Sus ojos negros y brillantes, daban una expresión extraña á su semblante de color de bronce. Nada le incomodaba ni sentía la menor fatiga por las marchas incómodas y la falta de alimento. Al oír las bondadosas palabras de Quintín Banderas, le dijo con acento desesperado:
—Gracias, General; pero no lo quiero engañar. No merezco sus favores; soy un criminal.
—Te creo porque lo dices—contestó el noble General Banderas ;—pero no quiero saber lo que has hecho de malo, sólo quiero conocer la parte buena de tu vida. Dios sólo, ese invisible y misericordioso testigo, será tu juez. Si te conserva la vida en medio de tantos peligros, es para que tengas tiempo de reparar el mal.
Si había llamado la atención de sus compañeros antes de ese día, desde esa fecha, asombraba á todos por su valor, su fortaleza física y sus dotes morales. Agregado á la escolta del General Banderas, hizo Alberto varias campañas y entre ellas estuvo en la famosa batalla de Peralejo, en la cual se distinguió notablemente al lado de su Banderas. Sin abandonar un momento á su Jefe, como si quisiera desafiar las balas que le rodeaban, donde, como todos sabemos, la lucha fué terrible. Banderas lo llevó con él cuando, llamado por Maceo, fué a tomar parte en la invasión y donde al solo nombre del titán oriental, se intimidaban los españoles. Y también al lado de su querido General Banderas, peleó Alberto en la campaña contra Weyler, y siguió á Quintín cuando, burlando al General Arólas, pasó la infranqueable trocha del Mariel á Majana, pues esa gloria fué de Quintín.
Una noche, al encontrarse el noble soldado en su bohío, donde se encerraba solo entregado a sus oraciones, soledad que respetaban sus soldados, oyó tocar á la puerta, y el General abrió sin desconfianza, aunque ni amigos ni enemigos acostumbraban á interrumpir su silencio.
—¿Quién viene á estas horas?—y Alberto, que no era otro, entró sin contestar, besándole las manos que mojaba con sus lágrimas, y entre sollozos, decía:
—General, soy un desgraciado, no puedo más, la vida me es odiosa. No quiero morir con el secreto de mi crimen. Óigame. Permítame usted que le cuente todo como fué. Usted no quiere que muera, pero la vida de remordimientos no se puede soportar.—Y el noble guerrero, poniendo su diestra sobre la cabeza del criminal, le dijo:
—Guarda tu secreto, Dios que lo sabe, lleno de misericordia, te dará fortaleza para que vivas y puedas regenerarte.
—Pero ¿cómo?—dijo Alberto sollozando.
—Vive y sufre—contestó Banderas.—Haz el bien donde quiera que te encuentres, como has hecho el mal.
—¡Ay, mi General! El hombre que fué mi amo, me obligó á cometer crímenes; pero este último fué quitarle la vida á un joven hermoso y bueno, y destrozar el corazón de una madre... Esto es horrible; yo veo á mi víctima en todas partes. Oigo los lamentos de la madre, y, lo repito, no puedo más.
—Es preciso sufrir para ser perdonado—contestó el buen Quintín.—Los pecadores han sido muchos y han sido sus culpas redimidas con el arrepentimiento y la oración. Espera, hijo, la paz volverá á tu alma. Ese hombre fué tu Genio del Mal; pero horas de redención vendrán para tí. Tu dolor es sincero. Me ocurre una cosa. Pronto volveremos a nuestros hogares y si esa madre necesita de recursos, trabaja para ella, y misteriosamente haz llegar hasta ella tus auxilios. Ya tienes un objeto en tu vida. Y otros te se presentarán, porque en este mundo son muchos desgraciados y con ellos se tropieza á cada paso.—Después de éstas y otras palabras de consuelo dijo Quintín al desgraciado Alberto:—Vete á esa otra habitación, haz tus oraciones con fervor y allí encontrarás donde descansar. La fe salva, Alberto, y Dios perdona. No me interrumpas ahora, porque no he acabado mis oraciones y el mejor modo de elevar el alma al Todopoderoso, es hacerlo en soledad y silencio. Tú vivirás del otro lado de esta habitación y estarás más cerca de mí. Valor, Alberto, Dios perdona.—No bien quedó solo el buen General, ocultó el rostro entre sus manos, y así permaneció un gran rato. Compadecía de todo corazón al pobre mulato que fué instrumento de un malvado; y se propuso inculcarle sus ideas nobles y elevadas.
CAPITULO SEXTO
SUMARIO.- Presentimientos de Quintín Banderas.—La voladura del "Maine."—La invasión americana.—Guerra entre España, los Estados Unidos y Cuba.5—Temores patrióticos de Quintín Banderas.—Gobierno militar americano.—Esperanzas patrióticas de Banderas.—Este trabaja para vivir honradamente.—Protección que presta al mulato Alberto.—Noble proyecto que realiza.
Quintín presentía que se acercaba algo grande para su país: así era. Vinieron los sucesos del "Maine." Vino al poco tiempo la invasión americana, y el noble guerrero compartiendo los peligros al lado de los suyos, rechazaba las angustias de su corazón al sentir temores de una completa usurpación (ocupación) americana. No hemos luchado tantos años, ni derramado tanta sangre, para beneficio de los yankees, no; pero el aura de la esperanza que iluminaba su noble frente, levantaba su espíritu y veía á su patria libre é independiente, á pesar de todo.
—Eso sí,—decía el infatigable guerrero levantando su mano, (gesto que le era familiar)—que los cubanos sepan gobernarla y hacerla feliz.—Y el pensador profundo y gran guerrero movía la cabeza y alzaba la vista al firmamento.
Cuando los americanos, después de rechazar al fuerte poder que durante tantos años había gobernado a Cuba, ocuparon el país, Quintín se retiró á la vida privada, no sin antes buscar trabajo lucrativo a Alberto, á quien las balas habían respetado y que ni el más leve rasguño había sufrido en toda la campaña. Banderas empezó á trabajar honradamente como un caballero particular, y quiso también que el valiente en la guerra, el arrepentido y desgraciado Alberto, se buscara la vida de esa misma manera: honradamente.
Y tanto como había buscado la muerte Alberto, esa otra víctima de Pére, Manuel había descansado de una vida que hubiera sido para él triste, al ver á la mujer amada en brazos de otro hombre. Manuel, sin embargo, no comprendía que así como él era infeliz por un amor, otra mujer era infeliz por otro amor noble y puro. El descansó. Alberto continuaba sufriendo. Y otra mujer enamorada de Manuel, también sufría en silencio. Todo esto recuerda la canción:
Suspiros hay, mujer, Que ahoga el labio en flor, Que espiran al nacer Y mueren sin rumor.
CAPITULO SÉPTIMO
SUMARIO.- Otro viaje á Matanzas de Banderas.—El producto del trabajo de Alberto. —Quintín hace que la madre de Manuel reciba un auxilio monetario, sin saberlo, del asesino de su hijo.—Actitud sublime de Marta, amiga de la madre de Manuel.
Un viaje á Matanzas dio Quintín para enterarse de la situación de la familia de Manuel y aconsejado por un sublime espíritu que era el que lo guiaba siempre en todos sus actos. Se dirigió á Marta, que era la aliada que necesitaba para hacer llegar el producto del trabajo de Alberto á la madre infortunada. Primero, Marta, indignada, negó el perdón; pero las palabras del guerrero infiltraron en el noble corazón de Marta ideas incomprensibles para muchos, pero no para seres privilegiados. Quintín comprendió que la que se llamaba hermana de Manuel, era la enamorada que hasta su propio amor lo sacrificaba en aras del amado. Al despedirse el soldado, Marta puso, su mano blanca y bella sobre sus rojos y semiobscuros labios, y dijo: "No lo ha sabido nadie jamás."
Quintín besó la mano de Marta y señaló con la suya hacia el cielo.
Ocho años pasaron sin que se interrumpiera el plan realizado por Quintín y Marta. Ella llevaba cada año los recursos que recibía, á la familia de su amigo, y la pobre señora creía que eran sacrificios de Marta.
CAPITULO OCTAVO
SUMARIO.- Banderas, hombre de grandes méritos, no recibió protección de sus hermanos.—Con gran trabajo se buscaba la vida después de la guerra,— Mientras los farsantes se enriquecían, él vivía pobremente.
Banderas lleno de méritos poco comunes, no encontró gran protección entre los suyos y trabajaba en lo que podía para cubrir sus principales necesidades.
Banderas no tuvo inconveniente en trabajar, ya prestando servicios á comerciantes ricos, ya vendiendo artículos de primera necesidad á las casas particulares, ya haciendo propaganda por algunas industrias nuevas en el país. Muchos hombres, verdaderos pigmeos al lado de Quintín, lo miraban casi con desprecio y más de una vez supo erguirse con la dignidad que le acompañó siempre, y apostrofar á los que, á fuerza de miserias y osadías increíbles, habían escalado puestos de gran representación. En los últimos días de su vida, semanas antes de su muerte inicua, los que entonces dirigían los destinos de Cuba, se negaron a recibirlo en audiencia como si hubiera sido un ente ó un criminal, un miserable indigno de ser oído.
¡Y todo se debía á que esos hombres se sentían empequeñecidos al lado del gran Quintín y querían amilanarlo; querían acabar con él! Y porque Banderas protestara contra las cosas que se estaban haciendo, contra los abusos del poder, se le quiso meter en la cárcel, y castigarlo antes como en tiempo de los nobles é infelices esclavos.
¡A él, á quien se debía, como á Maceo y á Gómez y á Calixto y á otros grandes patriotas, principalmente, la independencia de Cuba! ¡A él, que había visto tantas veces frente á frente al enemigo!
CAPITULO NOVENO
SUMARIO.- La revolución de Agosto.—Banderas corre al campo con la esperanza de poner paz entre hermanos.—El mulato Alberto le acompaña.—El pueblecito de El Garro.—Muerte de Quintín Banderas.—Sus asesinos no respetan ni su historia, ni sus virtudes, ni su ancianidad.—Los que mataron como á un perro al insigne caudillo, no han recibido el castigo que se merecen por su crimen.—Repugnante profanación del cuerpo de Quintín Banderas.
Después de lo relatado en el capítulo anterior, estalló la revolución de Agosto, y el ilustre soldado, lleno como siempre de patriotismo, determinó marcharse al campo, á ver si conseguía de los descontentos retardar aquel movimiento insurreccional para dar tiempo a que surgieran entre algunos patriotas, proposiciones de arreglo. Alberto fué con Quintín y ambos, guiados por sus nobles sentimientos, expusieron una vez más la vida por la patria. Y ¡tristeza da decirlo! ambos murieron en aquella jornada, en aquella noble obra que ellos se habían impuesto.
Pero antes de llegar al lugar donde peleaban los hermanos unos con otros, se detuvieron en un pueblecito cercano llamado Garro, y desde allí enviaron emisarios á sus paisanos para que desistieran de aquella guerra fratricida. Eso es lo que hacía el que llamaban sublevado, infundiendo ideas de divisiones entre los cubanos.
No quiso incorporarse á pesar de sentirse enfermo, y llamarlo sus partidarios; pero prefirió quedarse en una casita cerca de los sucesos de la guerra. No quiso tampoco apoyar al Gobierno. Una noche, recostado en un mal catre, donde acababa de pasar una fiebre gripal, se aparecieron dos enmascarados, puñal en mano, para quitarle la vida al hombre justo y bueno, al General prestigioso, al guerrero infatigable que sacrificó toda su vida á su patria. Alberto luchó con aquellos hombres y quizá hubiera vencido, pero apareció un tercero que se había quedado fuera y á puñaladas quitó la vida á Quintín Banderas. Alberto dejó á sus contendientes para socorrer á su jefe querido, pero al volverse, recibió una puñalada por la espalda, justamente en el mismo lugar en que él enterró el puñal al pobre Manuel. Todavía pudo Quintín poner la mano sobre la cabeza de Alberto que espiraba á sus pies. T así murieron el justo y el arrepentido que todo lo esperaba del Ser Supremo.
El entierro del General Banderas fué muy pobre. Nadie se atrevió á tomar parte en los funerales, por temor de, disgustar al Gobierno, á quien se achacaba la muerte de aquel hombre excepcional. En el Necrocomio á donde lo trajeron los soldados del Gobierno, se reunieron muchas personas; pero nadie se acercaba al cadáver de aquel libertador sacrificado, por temor de revelar dolor ó pena.
Alguien dijo: "las revoluciones se comen á sus hijos," y es verdad. Quintín Banderas desde sus más tiernos años fué un soñador de la libertad, del progreso; sentía que había algo más allá, y esperaba conocerlo. Y murió pobre, abandonado, y puede decirse: olvidado:
El hombre que peleó heroicamente desde la época de Narciso López, que atravesó la trocha dos veces; y la primera vez antes que Maceo: el infatigable guerrero que alcanzó tanto renombre en la guerra, fué asesinado vilmente, sin que se respetaran sus virtudes ni su ancianidad.
No es una exajeración decir que el cuerpo del General Quintín Banderas fué ultrajado. Se le mató como á un perro, se le atacó por sorpresa, vendido por uno de los suyos. Los hombres que tal hicieron, vestidos de uniforme, parece que no se atrevieron á pelear frente á frente con el pobre viejo, y á pesar de su avanzada edad, es seguro que Quintín, si se le hubiera dado tiempo, habría derrotado á esos miserables, que no han recibido todavía, ¡qué vergüenza! el castigo que se merecen.
CAPITULO DÉCIMO
SUMARIO.- La mujer de Pérez se vuelve loca.—Viaje á Asturias.—Descubrimiento de los asesinos del joven Manuel.—Suicidio de Pérez.—Alberto y el gran Quintín Banderas, mueren el mismo día.—Un pensamiento de Jules Janin.—Conclusión.
Ya hemos terminado esta historia novelesca del gran Quintín Banderas. Ahora, vamos á contar cómo terminó la historia de los demás personajes que figuraron en esta obra y que, por la circunstancia de haberse ido uno de ellos á la guerra del 95, han sido mezclados sus nombres con el del insigne caudillo. Veamos:
Lolita, á quien Pérez comunicó la muerte de Manuel, cayó gravemente enferma y perdió la razón. Gritaba, sin cesar: "sangre, sangre” y creía ver las ropas de su marido manchadas de rojo. Los desgraciados padres de la joven le suplicaban á Pérez que les devolviera á su hija, pero él contestaba:
—Es mía, me pertenece.—Y se embarcó con ella para Asturias, á donde vivía la madre de aquel monstruo, del asesino Pérez.
¡Pobre vieja! Al ver entrar por las puertas de su casa á Lola; y fijar la vista en su hijo, que no era aquel que salió de sus brazos para ir a hacer dinero a América, comprendió que un terrible drama se presentaba á sus ojos. La joven, en cuanto veía á Pérez, gritaba: "sangre'' y lo rechazaba. Así pasó el tiempo sin que un rayo de alegría viniera á disipar las tinieblas en que vivía aquella familia.
Una mañana rodearon la casa unos policías. Se había recibido en el pueblo de Asturias, donde estaban Pérez, su madre y Lolita, un exhorto de Matanzas, Cuba, reclamando á aquél, por haberse descubierto el crimen de Manuel.
En España detuvieron á Pérez y lo enviaron á Cuba. Este cuando lo fueron á prender no hizo resistencia; con calma puso la taza de café que tomaba sobre la mesa cercana y dijo:
—¿Me permitirán ustedes decir adiós a mi madre y á mi esposa?
Accedieron los policías y pronto oyeron una detonación.
Pérez se había pegado un tiro, quedando muerto en el acto.
¡Qué horror! Otro entierro triste y solo, bien merecido esta vez, y era el de un millonario.
¡Qué dolor el de aquella vieja asturiana!
Pérez, antes de salir de Cuba había hecho un testamento, dejándolo todo á su madre; pero la buena mujer que se había enterado poco á poco del horrible drama, por el constante delirio de la desgraciada joven, se propuso enmendar las maldades de su hijo, á las que ella, con su amor de madre, llamaba errores. Después de grandes obras de caridad en el pueblo donde nació su hijo, se embarcó para Cuba y entregó la joven á sus padres, dejando en Cuba un capital suficiente para su subsistencia con decoro; y después de haber fundado un asilo para mendigos, establecido un colegio para niños pobres y extendido sus generosas dádivas á varias familias. Terminado su propósito, se volvió a su pueblo y allí en su casita blanca, modesta y triste, la pobre vieja, no esperaba ya con ansia al cartero que le trajera las cartas de su hijo, ¡esperaba, resignada, la hora del descanso eterno!
Con cuánta razón dijo Jules Janin, en su precioso libro La Familia: "Nadie debe pretender ser Providencia.'' ¿Quién habrá podido asegurar que Quintín Banderas no hubiera llegado á ser el primer hombre de la República de Cuba? ¿No lo merecía? El bueno, el noble, el valiente, el abnegado, el elegido, por decirlo así, murió no como un héroe, que era justo, como mueren los miserables. j Y aquella joven buena y bella, rodeada de lujo y gracias, murió loca, con el hermoso cabello enmarañado, las nobles facciones contraídas y creyendo ver la sangre de su amado por do quiera. Pérez, como hemos dicho, se suicidó al ver descubierto su crimen. Un héroe murió al mismo tiempo que un malvado! ¡Coincidencias misteriosas! ¡Fallos injustos del destino!
Pero el nombre del General Quintín Banderas, vivirá eternamente en la historia de Cuba. El fué grande y la historia empieza ya á reconocerlo así.
¡Gloria á Quintín Banderas! ¡Gloria al héroe de cien combates! ¡Para olvidar tu nombre, sería preciso que Cuba desapareciera del mapa!
FIN
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